Tribuna
2020: Lecciones para no olvidar
Recapitular es un ejercicio de gran utilidad que se realiza –quizá con menor frecuencia de lo que sería deseable– al finalizar un ciclo, o cuando nos disponemos a comenzar una nueva etapa, tan deseable en el próximo 2021. El año que se acaba ha sido especialmente intenso y complejo, duro y difícil, por lo que hacer balance y analizar los errores cometidos, los logros obtenidos y las lecciones aprendidas a lo largo de sus 12 extraños meses puede resultar más que interesante para nuestro crecimiento como personas y como sociedad.
La pandemia nos cogió sin preparación, pese a que la historia ya había dejado por escrito que hay catástrofes que se han repetido a lo largo de los siglos, aunque con diferentes nombres e incidencia y abordadas con distintos enfoques. Pese a que se dieron avisos durante semanas, advertencias ignoradas, ya sea por desconocimiento de la realidad, ya sea por confianza en capacidades que se han demostrado insuficientes… o quizás, simplemente, por prepotencia. Resulta imprescindible concienciarnos y preparar a las generaciones venideras para que cuenten con capacidad de reacción y de adaptación. Para ello, tendremos que fomentar y priorizar, tanto desde el ámbito público como desde el privado, todos aquellos valores y estructuras destinados al mejor desarrollo de la sociedad, como la sanidad, la educación o la economía.
Pero si hay algo que de verdad debemos aprender es la capacidad de mantener nuestra condición de personas por encima de las circunstancias, y no demostrar comportamientos que rozan lo inhumano, volviéndonos irreconocibles cuando la situación se va complicando. Resulta inexcusable pasar de convertir a los profesionales sanitarios en héroes a repudiarlos por su contacto con la enfermedad, como se han informado casos, o simplemente a menospreciar su trabajo con actitudes irresponsables e incluso jactanciosas. Sin duda, lo peor que nos está dejando esta lacra en forma de otro virus son los miles de muertos, los miles de familias que han visto cómo muchos de sus seres queridos les eran arrebatados de las manos. Y entre ellos, ha destacado precisamente ese colectivo, el de los profesionales sanitarios. Un grupo profesional que ha sido la vanguardia en la lucha contra la enfermedad y que lo ha hecho sin las herramientas ni el apoyo necesarios, como vulgarmente se dice, «a pecho descubierto». Los sanitarios han puesto de manifiesto, una vez más y cuando más se necesitaba, su compromiso y generosidad sin límites, cualidades intrínsecas al sector, pero también definitorias de la categoría de las personas.
Si el asunto de los profesionales sanitarios ha sido sangrante en algunos casos, qué decir de las residencias de mayores, cuyos trabajadores se han sacrificado para atender al colectivo más vulnerable, especialmente golpeados por el virus. Y en este contexto, hemos tenido que ver acciones que atentaban de manera directa contra las personas mayores, órdenes administrativas centradas en la no atención a este colectivo, tratado como si fueran despojos, excusándose en priorizar recursos para edades inferiores. ¿Por qué? ¿Quién tiene capacidad y poder para decidir quién puede vivir y quién tiene que morir? Es cierto que, especialmente en momentos tan duros como los que hemos atravesado, las injusticias son inevitables porque la enfermedad en sí misma es una injusticia, pero no podemos tolerar que nadie decida sobre la vida y la muerte, lo que con toda su crudeza es derecho de los enfermos, de los seres humanos y obligación de los profesionales defender en cualquier circunstancia. Precisamente los mayores, colectivo antaño valorado, considerado y respetado en todas las culturas son hoy, consecuencia de otra realidad social y pese a ser fuente de conocimiento, experiencia, ayuda familiar y apoyo comunitario, los grandes olvidados, los trastos viejos que utilizamos y frecuentemente apartamos de la realidad y las relaciones diarias.
Muchas veces considerados una carga, les confinamos en las residencias de tercera edad y así, convertidos en un colectivo frágil y vulnerable, desasistido, falto de protección sanitaria, olvidado, recluido y aislado durante esta terrible pandemia, están acusando especialmente una situación emocional y física de soledad que les sume en un estado progresivo de deterioro anímico y físico que no podemos permitir. Nos debemos como sociedad a nuestros mayores, en tanto son los responsables de haber construido todo de cuanto disfrutamos. Por eso es necesario preguntarnos si los estamos colocando en el lugar que merecen. ¿Estamos logrando que los servicios que se les prestan estén a su altura? Creo que deberíamos replantearnos si la evolución social está acompasándose de los recursos que precisa. Muchas veces se habla de las carencias de determinados especialistas pero pocas veces se plantea si son precisos más geriatras.
Más allá de actitudes impropias en seres caracterizados por la racionalidad, la cordura y, sobre todo, la humanidad, este terrible año también ha servido para mostrarnos de manera clara qué es lo que realmente importa en la vida: ciertamente, jamás podremos decir que todo está perdido para la sociedad. El amor y la necesidad de contacto con los nuestros, la preocupación por el bienestar ajeno, aprender a valorar lo que tenemos, aunque en situaciones más habituales ni siquiera seamos conscientes. Este año ha estado cargado de lecciones, buenas y malas, que no deberíamos olvidar si queremos continuar avanzando con la integridad que el ser humano debe poseer.
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