Historia

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14 de abril de 1931: una república por aburrimiento

Lo que sucedió aquella mañana de hace 88 años expresaba el deseo de un cambio de ciclo en la política. La gente se echó a la calle para celebrar un cambio de rumbo. Sin embargo, las esperanzas en una democracia que fuera tal pronto se desvanecieron.

La Puerta del Sol. El 14 de abril de 1931 rebosaba de gentío en el kilómetro cero de la soñada República
La Puerta del Sol. El 14 de abril de 1931 rebosaba de gentío en el kilómetro cero de la soñada Repúblicalarazon

Lo que sucedió aquella mañana de hace 88 años expresaba el deseo de un cambio de ciclo en la política. La gente se echó a la calle para celebrar un cambio de rumbo. Sin embargo, las esperanzas en una democracia que fuera tal pronto se desvanecieron.

«Nos envuelve un ambiente de profecía», escribía Josep Pla en su impagable «Madrid. El advenimiento de la República» (1933) justamente el 14 de abril. «Esto va a galope, con rapidez nunca vista», decía Unamuno unos días antes. Pero nadie aventuraba que unas elecciones municipales dieran paso a la República. Hacia las once y media de la mañana de ese día, Pla leía los periódicos, que decían, incluso los republicanos, que las elecciones municipales de hacía dos días no habían sido tan importantes como para pensar en un cambio de régimen.

Eso mismo declaraba Fernando de los Ríos, entonces a un periodista: la República llegaría «antes de dos años». Tampoco la creía inminente Alejandro Lerroux, que se lamentaba del mal resultado sacado por sus radicales en Barcelona, donde ganó la ERC de Macià, y ya pensaba en las elecciones generales. En su mal plan, el gobierno de Alfonso XIII había pensado en tres convocatorias electorales seguidas empezando por las municipales del día 12. Había cometido el error, uno más, de sacar a las mujeres del censo electoral, cuando el dictador Primo de Rivera las había incluido en 1924. Quizá si las féminas hubieran votado el resultado habría sido otro.

Camba escribía por aquel entonces que los españoles votaron el 12 de abril no contra el Rey, sino contra el aburrimiento. Sí; era aquella molicie de la que habló Tocqueville para explicar el agotamiento de la Francia monárquica en 1848, cuando la corrupción se juntó a la mediocridad y a la falta de alternativas. La dictadura de Primo de Rivera, que tantas expectativas generó incluso entre los socialistas, había fracasado. Camba explicó el bullicio republicano de ese 14 de abril como el fin de un sistema que se repetía a sí mismo con una monotonía desesperante. «¡A ver si, por fin –escribió–, se hacía en España una política que no supiese a pollo de hotel!».

En busca de noticias

«Aquella dorada mañana de primavera» del 14 de abril, escribió el actor Fernando Fernán-Gómez en sus memorias, despejada y sin frío, los periodistas acudían a los ministerios en busca de noticias. Solo encontraron respuestas vagas. «Ningún nerviosismo», escribía Pla. Todo estaba decidido desde el día anterior. El ministro De la Cierva había defendido en Consejo, delante del rey, que se resistiera implantando la censura y sacando al ejército. Berenguer, ministro de la Guerra, telegrafió a las capitanías generales. Sin novedad. La idea de resistir se desechó, aunque fuera absurda: los votos monárquicos habían sido muy superiores a los republicanos, aunque estos hubieran ganado en las ciudades.

Alfonso XIII encargó entonces a Romanones que negociara con Alcalá-Zamora, del comité republicano, en la casa del doctor Marañón. A las 12:30 se reunieron, cuenta en sus memorias quien luego fue el primer presidente de la Segunda República. Los monárquicos propusieron salvar la crisis ofreciendo la formación de un gobierno presidido por Alcalá-Zamora o por otra persona cercana. «Imposible, pasó el tiempo de todo eso», contestó el líder republicano, y pidió la renuncia del rey y que abandonara el país ese mismo día. Romanones aceptó. Ya estaba hecho. Alcalá-Zamora se lo comunicó a Macià y al general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, quien contestó que el Cuerpo estaría «al lado de España, del orden y de la paz, representados por la República como lo habían estado cuando el símbolo de todo ello era la Monarquía». Así, las parejas de la Guardia Civil asistieron a la muchedumbre que corría por las calles, mano sobre mano, sujetando a sus caballos.

A primera hora de la tarde la gente que paseaba frente al Palacio de Comunicaciones –hoy edificio que alberga al ayuntamiento de Madrid–, vio que se arriaba al bandera bicolor y subía lentamente la tricolor. El lugar era muy simbólico: delante estaba el Banco de España y el Ministerio de la Guerra. No hacía viento, por lo que el trapo quedó arremolinado. Pero las noticias volaban: en Barcelona se había proclamado la República. Lluis Companys había irrumpido un par de horas antes en el ayuntamiento de Barcelona. Entró en el despacho del alcalde, monárquico, y le comunicó que tomaba posesión del consistorio para proclamar la República. Salió al balcón y lo hizo ante la mirada atónita de la poca gente presente. Luego fue otra cosa. Llegó Macià, el jefe de ERC, y rectificó a Companys. Le sustituyó por el separatista Aiguader y proclamó la República Catalana de la Federación Ibérica la misma tarde del 14 de abril.

De la perplejidad al entusiasmo

A esas horas, escribía Pla, todavía los madrileños miraban con extrañeza la bandera republicana. No así en Barcelona, donde el lerrouxismo, inventor del símbolo, la había difundido durante años. La plaza de Cibeles comenzó a ser un hormiguero, y cuando se supo lo que significa aquel lienzo que contrastaba con el blanco del edificio se pasó de la perplejidad al entusiasmo. Durante décadas se había vinculado el republicanismo con la resolución mágica de todos los problemas sociales, políticos y económicos; era una fórmula en la que cabía cualquier circunstancia. Si hacía falta una escuela en un pueblo, la República la construiría. Si el campesino sufría paro estacional, cuando cayera la Monarquía no faltaría trabajo. Si existía injusticia social, el gobierno republicano repartiría la riqueza.

Los dirigentes republicanos decidieron asaltar las instituciones monárquicas ese 14 de abril dado el vacío de poder con la marcha de Alfonso XIII, y tomar la estructura del Estado. Aquello no era un cambio, sino una ruptura revolucionaria. Alcalá-Zamora y los suyos tomaron dos coches y enfilaron la calle de Alcalá. Allí se encontraron con un enorme gentío que los reconoció. «Tardamos sobre tres cuartos de hora en recorrer los veinte números que nos faltarían para llegar a la Puerta del Sol», escribió en sus memorias. Ya libres, se instalaron en el ministerio de la Guerra, sita donde hoy está la sede de la Comunidad de Madrid.

El gentío dejó Cibeles para dirigirse a la Puerta del Sol, el corazón de Madrid, el kilómetro cero de la República soñada. Sí, pero sobre todo el lugar donde se había reunido el Gobierno provisional. La plaza se fue llenando con oleadas de personas que llegaban de los suburbios. Aparecieron banderas tricolores, y retratos de Galán y García-Hernández, los «mártires». Comenzó a oírse La Marsellesa y el Himno de Riego, pero, escribió Pla, el pueblo no se sabía la letra. Por doquier había lágrimas, «mil ilusiones, la bulla, la animación que producían todas las esperanzas», confesaba Max Aub. No lo vio así Agustín de Foxá, luego falangista, quien escribió «olían las calles a sudor y a vino», con «vomitonas en las esquinas» y «pellizcos obscenos y sexo turbio».

Julio Camba, periodista de «Abc», apostado en la puerta de Gobernación recibió la noticia del primer nombramiento hecho por el Gobierno provisional, y dijo: «Esto es una mierda de República y si todo lo que se les ha ocurrido es nombrar a ese imbécil de Galarza –periodista de «La voz»– para un puesto de responsabilidad, sabe Dios la de tonterías que van a hacer y lo que nos espera». Lo cierto, es que las esperanzas del 14 de abril de una democracia que realmente fuera tal se desvanecieron enseguida por las insurrecciones anarquistas, la masiva censura de prensa, los ataques a la Iglesia –que no se opuso a la República–, la brutalización de la política, el fracaso de la reforma agraria, la patrimonialización del régimen por parte de las izquierdas, el golpismo de unos y otros; en fin, el «No es esto, no es esto» que escribió Ortega.