Coronavirus

Coronavirus: las 15 horas que apagaron la sonrisa de Blanca

«Murió sola». Sus familiares denuncian opacidad y falta de personal en su residencia. Aunque lo solicitaron, no le realizaron el test de Covid-19

Blanca, víctima de coronavirus
Blanca, víctima de coronavirusLa Razón

Blanca pertenecía a ese grupo de personas que tiene en las arrugas del rostro las huellas de una vida larga. Falleció con 98 años, ya con el estatus de bisabuela, a todas luces víctima del mal bicho que asola las residencias de España. Pero no figura en las estadísticas oficiales del Gobierno porque se fue sin que nadie le realizase las pruebas. Su nieto Jonathan la recuerda como una de tantos mayores que trabajando levantaron un país arrasado por las guerras. Pero, sobre todo, si algo destaca de Blanca es que era «muy buena persona». «No se merecía morir así», lamenta con voz firme pero cargada de cariño al recordar a la persona que le vio crecer. Hay una cosa que destaca por encima de todas en las fotos que Jonathan hace llegar a LA RAZÓN: la gran sonrisa de Blanca, una sonrisa sincera. Y en su honor su familia va a pelear ahora para que se haga justicia.

Jonathan atiende a este periódico desde su casa de Zaragoza y rememora el que ha sido uno de los días más difíciles de su vida. La llama de Blanca se apagó en la madrugada del 6 de abril, según su parte de defunción catalogada como posible caso de Covid-19. El relato de sus últimas horas estremece. Blanca era usuaria de una residencia de mayores de titularidad privada desde hace años porque, aunque su mente se mantenía intacta, sus casi cien años hacían estragos en su movilidad.

Los responsables de esta residencia informaron a los familiares de los usuarios de los primeros casos de coronavirus el 28 de marzo. Lo hicieron por medio de un correo electrónico. El complejo consta de dos edificios y los contagiados se habían detectado en el bloque en el que no dormía Blanca, pero eso no tranquilizó a sus seres queridos, que siguen acusando a los trabajadores de falta de transparencia. «Nos dijeron que estuviéramos tranquilos, que todo estaba bien, que como se trata de edificios aislados la interacción entre los usuarios estaba controlada», recuerda Jonathan. Entonces se enteraron de que en los dos días anteriores las autoridades habían desinfectado todas las instalaciones: «Mi madre entró en estado de shock».

El 2 de abril los responsables les hicieron llegar una foto de Blanca. Una imagen que, curiosamente, estaba tomada en el comedor. «¿Qué hacía allí mi abuela? No entiendo cómo podía estar en las zonas comunes cuando se habían detectado casos», denuncia su nieto. Según se enteraron de forma extraoficial poco más tarde, asegura, no aislaron a los ancianos hasta el 3 de abril, tres semanas después del inicio del estado de alarma.

La pesadilla comenzó apenas un par de días más tarde. El 5 de abril en torno a las cuatro de la tarde reciben la llamada de un médico en la que les explicaba que Blanca tenía fiebre y que era debido a una infección de orina. Eso provocó extrañeza entre los que más la conocían porque no había padecido este mal en toda su vida. «Les decimos que podría ser un caso de coronavirus y nos empezamos a preocupar», subraya Jonathan. Horas después conocieron que el virus había llegado a su edificio.

A partir de ahí, todo se precipitó. «A las 3:36 horas de la madrugada del día 6 nos llamó un doctor que había acudido a ver a otros tres pacientes que estaban graves para decirnos que había tenido que sedar a mi abuela porque se ahogaba, no podía respirar. Mi madre le pidió que una ambulancia la trasladase a un hospital y él se negó, dijo que no podía hablar más», afirma Jonathan. También pidieron que le practicasen el test de Covid-19, pero éste les respondió que debían solicitarlo al Samur al día siguiente. Su madre llamó a la residencia para buscar respuestas y los trabajadores le dijeron que no recibiría ninguna información hasta las nueve de la mañana, cuando llegara un médico.

Después de llamar a multitud de teléfonos de asistencia sanitaria consiguieron que acudiera a la residencia una ambulancia para trasladar a Blanca al Hospital Royo Villanova de Zaragoza. Lo último que supieron por parte de los operadores del 061 fue que ya se encontraba de camino al centro hospitalario. Pero no era así: «A las 6:43 nos llaman de la residencia para decirnos que un doctor había certificado la muerte de mi abuela». Blanca falleció en su cama en la residencia. Sus familiares creen que fueron los técnicos de la ambulancia los que vieron que su corazón se había parado. «Sabíamos que tenía pocas posibilidades de sobrevivir, pero no queríamos que muriese así. No tenía que haber sido de esa manera. Mi abuela falleció sola».

De inmediato, los familiares pidieron tener acceso a todos los informes médicos de los doctores que habían visto a Blanca en sus últimas horas, pero los directores de la residencia alegaron que esos documentos se habían «perdido». «Nos dijeron que se los habían llevado los de la ambulancia. No tiene sentido», dice Jonathan. «De momento no hemos hecho nada a nivel judicial porque estamos esperando a poder recuperarlos».

A esto se unen las deficiencias en la atención a los mayores que los familiares denuncian que se dan en el centro. Jonathan asegura que en el edificio en el que residía su abuela viven alrededor de 90 usuarios, que en el turno de noche están atendidos por dos auxiliares de enfermería. Era así antes de que el virus de Wuhan cruzase sus puertas y continuó siendo hasta el fallecimiento de Blanca: «Son dos para tres plantas, iban de un piso para otro con los riesgos que eso conlleva, especialmente para las personas mayores. No había ni un médico con tres pacientes graves».

Como otros familiares que han visto irse a un ser querido, no todos han podido despedirse. Al oír sus palabras, el dolor de Jonathan golpea: «Según el protocolo, solo acudimos tres a su sepelio. Ni siquiera pudimos verla, ni puedo saber si era ella la que estaba en ese ataúd». Él mismo cuenta que Blanca era fiel lectora de LA RAZÓN. Estas líneas son un homenaje a su memoria.