Catolicismo en China

La vuelta a la cárcel del padre Giuseppe Lu

Nada más firmar un nuevo tratado con El Vaticano, Pekín reanuda la persecución de los católicos

Procesión de chinos católicos en Taiyuan, China.
Procesión de chinos católicos en Taiyuan, China.REINHARD KRAUSEREUTERS

Hay que ponerse en el contexto. El Vaticano y el Gobierno de la República Popular China acaban de renovar el acuerdo provisional de entendimiento por dos años más. En resumen, la Iglesia acepta integrar a los obispos nombrados por los comunistas en «plena comunión eclesial», en lo que el cardenal Pietro Parolin, el secretario de Estado vaticano, describe como «política de los pequeños pasos».

Aunque doctores tiene la Iglesia, el acuerdo deja una pregunta en el aire: ¿Qué pasa con los sacerdotes, religiosos y simples creyentes que se han mantenido fieles a Roma y se han negado a aceptar el trágala comunista de la «Asociación Católica Patriótica». Pues pasa lo de siempre. Que un día llega la Policía y se los lleva presos con destino ignoto. La última razia de la que hay noticia ha ocurrido a primeros de mes en la diócesis de Baoding, una de las más comprometidas con la fe católica en China, con medio millón de fieles, cuyos sacerdotes suelen resistirse a la coacción de las autoridades. No siempre, claro, porque la madera de mártir se vende muy cara en los campos de reeducación.

El padre Giuseppe Lu
El padre Giuseppe LuLa RazónLa Razón

Sabemos que el padre Giuseppe Lu Genjun ha sido detenido junto con otros dos sacerdotes, una docena de seminaristas y cuatro religiosas. El padre Lu lleva en su cuerpo y en su mente los estigmas del sufrimiento desde hace décadas. A sus 55 años ha pasado la mitad de su vida en la cárcel. Le liberaron en 2014 y ha vuelto a una celda, secreta, del régimen. No hay noticias de su paradero ni de la acusación. Era el vicario general de la diócesis y sustituía en sus funciones a monseñor James Su Zhimin, de quien no se sabe nada cierto desde que fue detenido en 1996. Unos familiares dicen que vieron al obispo en 2003, en un pasillo del hospital local, pero no están seguros.

Su sucesor, del que prefiero obviar el nombre, firmó la adhesión al régimen, luego, bendecida por los acuerdos de monseñor Parolin. En otra ciudad, Shanxi, ocho religiosas se han visto obligadas a abandonar el convento tras semanas de acoso policiaco. No sólo por los largos interrogatorios, en los que se les preguntaba hasta por el número de matrícula de los coches en que habían viajado durante los últimos años, sino porque la Policía había instalado cámaras de vigilancia en el interior del edificio, incluidas la cocina y la lavandería. Cuando unos borrachos, pese a la vigilancia exterior de los guardias, se colaron de noche en el convento con intenciones lascivas, las monjas comprendieron que era el momento de irse. De todas formas, los comunistas ya se habían requisado las cruces y las imágenes.

Nada cambia para la libertad en China. Sus gobernantes son maestros de lo suyo y saben que basta con regar de dinero a Occidente para acallar conciencias. Los católicos padecen por su fe, como, también, los musulmanes uigures y kazacos de Xinjiang, llevados per millones en las últimas décadas a campos de reeducación.

Pekín combina las nuevas tecnologías de reconocimiento facial con las excavadoras, que destruyen mezquitas, como la de Kargilik, construida en el año 1200, y madrasas, para erradicar al islam de la provincia. Y, como nota simpática, parece que en los campos de concentración se ha hecho obligatorio beber alcohol. Eso sí, nos restriegan por la cara su éxito en la lucha contra la pandemia.