Testimonio
El día antes de su Primera Comunión, a Alejandro Fernández se le rompió algo por dentro. Fue la primera vez que sintió ese «mareo» que después sufriría muchas veces como antesala de algo peor. Su madre lo recuerda como uno de los peores días de su vida. Salir corriendo a por él al colegio, ver la UCI móvil en la puerta y creer que su hijo podía morir. Seguramente no era la primera vez que Inmaculada lo pensaba. El niño había heredado una microcardiopatía hipertrófica de su padre, Javier, que, en cambio, no había desarrollado la enfermedad. Todo lo contrario que Alejandro, que con apenas diez años tuvo la certeza de que «no iba a llegar vivo a los 18». Un mal augurio que no se cumplió porque hace solo cinco meses, con 17 años, recibió el regalo de un corazón nuevo que le ha permitido romper la maldición.
Después de aquel bautismo de fuego con el dolor en cuarto de Primaria vendrían otros muchos episodios. Una vez, en educación física, se cayó redondo de golpe y sus compañeros pensaron que estaba muerto. En otra ocasión, fue el vídeo de un parto en clase de ciencias naturales lo que disparó su corazón. Alejandro, que vive en Valladolid con sus padres y su hermana pequeña, asegura que desde que acudió al cardiólogo por primera vez asumió siempre el peor desenlace para estar preparado.
«Nada más entrar a la consulta, con 14 años, el médico me dijo que estaba vivo de milagro. Mi corazón iba a tal velocidad que a cualquier otra persona la habría matado. Me dijeron que si no me colocaban un desfibrilador me moría», recuerda en conversación telefónica. Ni siquiera aquella intervención le permitió albergar esperanzas, aunque tampoco le dio miedo porque «me habían dicho ya tantas frases impactantes que me quedé frío».
Los últimos tres años Alejandro ha respirado gracias a ese mecanismo que, en cuanto algo iba mal, saltaba y le reanimaba literalmente. Dice que es incluso peor que en la películas, cuando el que hace de enfermo recibe una descarga eléctrica que lo levanta del suelo. Eso sí que le asustaba. Si el pulso se le desbocaba sabía lo que venía a continuación. Había aprendido a tirarse al suelo justo antes de que el desfibrilador le diera el chispazo porque el impacto, «tan grande como si te pegan un patada en el esternón», le podía provocar una mala caída y que se golpeara la cabeza. El pecho y las piernas se le levantaban del piso durante las convulsiones, «era muy bestia todo».
Este salvavidas dejó de funcionar el 19 de junio, justo el día en que España entera salía del confinamiento. Alejandro se desmayó en el jardín mientras jugaba con su hermana y el desfibrilador no reaccionó. Su padre tuvo que realizarle una reanimación cardiopulmonar para que volviera en sí. «Nunca lo había hecho, pero como vengo de una familia de médicos en alguna ocasión me habían explicado cómo hacerlo, cómo eran los movimientos, repetidos y con la fuerza justa, ni mucha ni poca», recuerda Javier. El hijo reaccionó y empezó a respirar gracias al boca a boca, balbuceó unas palabras y en poco tiempo estaba en la ambulancia camino del Hospital Clínico Universitario de Valladolid, de donde saldría con el corazón de otro.
Los dos meses siguientes fueron de total incertidumbre. Se desconoce cuándo puede sonar el teléfono porque hay un órgano compatible. Lo que sí sabía Alejandro era que pasadas las dos de la tarde había que esperar al día siguiente. La mañana del 25 de agosto fue de las pocas en que no pensó en el asunto, pero cuando se dio cuenta de que llegaba la hora de la comida y seguía en ayunas se barruntó que algo estaba pasando. Lo primero que hizo fue llamar a su padre para contárselo, luego siguió viendo un capítulo de una serie policíaca que había dejado a medias. Temía que cuando se enterara de la noticia tuviera que echar mano de un calmante para apaciguar el latido, pero no le hizo falta. Dos meses de ingreso en la planta de cardiología le habían preparado para lo que venía.
La familia Fernández Sanz solo sabe que el donante era de algún lugar del País Vasco. La Organización Nacional de Trasplantes (ONT) nunca facilita información a quien recibe el órgano para proteger el proceso. Desconocen la edad y el sexo, pero imaginan que no superaba los 40 años porque la complexión de Alejandro aún no es la de un adulto, así que debía ser un corazón ni muy grande ni muy pequeño. El órgano viajó en unos de los aviones privados que sus dueños ponen a disposición de la ONT para el traslado y apenas unas horas después de que se lanzara la «oferta», ya estaba latiendo en su pecho.
Cuenta Javier que su hijo mayor siempre fantaseó con que fuera uno de los aviones de Amancio Ortega el que hiciera la entrega porque el dueño de Inditex es uno de los benefactores de la organización. Alejandro estaba en lo que se conoce como la «lista 1» de receptores y se iba moviendo del primer al segundo puesto en el cómputo general según lo hacía la «lista 0», compuesta por los que necesitan un trasplante a vida o muerte lo antes posible. Hubo una vez antes del 25 de agosto que parecía que le llegaba la hora, pero el órgano resultó demasiado pequeño para él y acabó latiendo en otro receptor. El año 2020 ha supuesto un récord para la ONT en el número de trasplantes pediátricos; pese a la pandemia, se han realizado un total de 197 operaciones.
Si todo va como hasta ahora, el nuevo corazón del protagonista de esta historia se quedará con él toda la vida. «Es un órgano que no envejece como hacen el hígado o los riñones», explica. Dice que le dio pena despedirse del suyo, que le hubiera gustado enterrarlo pero que el hospital lo conservó para investigarlo «aunque no pudieron porque cuando lo vieron fuera estaba muerto, era una patata». Ahora se prepara para recuperar su vida poco a poco, volver a hacer karate y retomar su sueño de convertirse en agente de Policía: «Mi donante falleció el mismo día que yo recuperé mi vida y no puedo estar más agradecido».