Sociedad
Cuando Carmen tenía tan sólo 13 años, su padre se suicidó. Parecía un 7 de septiembre cualquiera, pero aquel día se despidió de ella y de su madre de forma diferente: «Si tuviera valor, no volvería». Nunca se imaginaron que aquella tarde sería la última que volverían a verle y que esas palabras quedarían grabadas en su alma de por vida. Desde entonces, han sido infinitas las veces que se ha preguntado por qué no le retuvo. «Todos sufrimos, pero cuando esta angustia nos supera demasiado hay que pedir ayuda». Carmen ha tardado 40 años en romper su silencio. Lo que le ha movido a hacerlo es la creencia de que quien escuche su historia, podrá sentir el dolor que deja alguien tras su muerte y desistir. «La apuesta por la vida hay que hacerla siempre».
De esta forma concluye la carta que le envió a Javier Jiménez, psicólogo clínico y presidente de la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (AIPIS). Desde 2009, contactan con él anualmente 200 familias de España y América Latina buscando asesoramiento cuando un familiar ha intentado quitarse la vida o lo ha conseguido. «Son muy pocos los profesionales que están especializados en esta materia. Por lo tanto, si ni siquiera ellos mismos saben muchas veces cómo actuar, imagínate un padre, una madre o un hermano...». Por eso, a diario recibe llamadas de guardias civiles, profesores, médicos y una larga lista de profesionales que buscan en él el apoyo y la información necesaria para enfrentarse a casos como el de Carmen. Para ello, hace falta mucha empatía.
«Serían algo más de las 9 de la noche. Un conocido dijo que escuchó cómo un tren pitaba repetidas veces, el mismo que acabó con la vida de mi padre», escribe esta superviviente. Este es el término que se utiliza para referirse a todos aquellos familiares que han perdido a algún ser querido a causa del suicidio. Tanto ella como sus dos hermanos averiguaron, en muy pocos días, lo que realmente significaba vivir sin una parte esencial de su vida. «Me tuve que hacer responsable de las necesidades de mi casa, olvidando las mías. El mundo se derrumbó a mi alrededor. Me encontré trabajando entre extraños, en una ciudad grande que no conocía, fuera de mi entorno de siempre y con la única compañía de mi soledad». El suyo, por desgracia, es sólo uno de los 3.500 casos que de media se registran en España. En 2014, el pico más alto, se alcanzaron los 3.910.
En todos ellos, hay un claro denominador común: la desesperanza. «No esperas absolutamente nada de nadie. Esa persona sufre tanto que la única manera de acabar con el dolor es quitándose la vida», reconoce Jiménez. Sin embargo, el problema está en que la visión que tienen de la realidad está distorsionada. «Piensan que ésta será diferente si se quitan de en medio».
Así que cuando recibe cualquier caso, el primer paso siempre es el mismo: desmontar su teoría y decirles cómo será de verdad la vida de sus seres queridos. Por ello, la primera pregunta que hace es: ¿Cuáles son las cosas que te hacen sufrir tanto como para querer matarte? «Tú no puedes rebatir la idea de que vaya a dejar de padecer, pero sí decirles que, en cuanto se quite la vida, ese tormento pasará a sus familiares. Hay que mostrarles que se puede dejar de sufrir de otra manera».
Pero, ¿cómo? «A la hora de negociar, hablar o intentar convencer a una persona, hay que saber las causas que le llevan a querer suicidarse», relata este psicólogo que, durante más de un década, ha prestado ayuda a la Guardia Civil y al Cuerpo Nacional de Policía para casos como estos. Para ello, en su casa guarda todo un arsenal del libros sobre el tema y varios ejemplares de las guías que, desde la asociación, han elaborado sobre el tema. El problema es que, cuando se dan casos como el del padre de Carmen, sólo se tienen en cuenta cinco datos: edad, sexo, provincia, método utilizado y mes. Sobre sus relaciones personales, ocio o trabajo, por ejemplo, no se dice nada. Y así, el trabajo se vuelve más complejo.
Canalizar el miedo
El camino del hermano de Carmen, que tenía 15 años cuando todo ocurrió, no fue ni mucho menos más fácil. La muerte repentina le llenó de rabia y el dolor se transformó en agresividad. Sobre todo, hacia su madre, a quien culpó en todo momento. «La primera reacción que tiene la persona que recibe la noticia es siempre la culpa (en caso de un suicidio) o el miedo (si es un intento) y hay que saber canalizarlo», asegura Jiménez. Por un lado, porque no han podido evitarlo y, por otro, porque saben que pueden volver a repetirlo si no lo han consumado. «Nadie nos prepara para eso».
Ni siquiera a los profesionales. A él, suelen llamarle bomberos que han tenido que intervenir a una persona que se iba a tirar de un sexto piso y no saben qué hacer; profesores de instituto que tienen alumnos que han intentado quitarse la vida en la clase; o enfermeros del Centro Nacional de Trasplantes de Órganos en el que personas quieren suicidarse de tal manera que puedan donar todos sus órganos. Por ello, desde hace unos meses, imparten un curso especializado y abierto a cualquier persona interesada y organizan reuniones de supervivientes en Madrid. «Hay otras asociaciones, pero ninguna de ellas plantea el tema del suicidio desde la prevención, que es tan importante como la intervención», explica este psicólogo que señala, entre los principales factores de riesgo, las rupturas sentimentales o los problemas con la familia o amigos.
Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, el número de suicidios en España ha incrementado de 3.393 a 3.659, en 16 años. En cambio, los muertos por accidente de tráfico han descendido desde 6.098 a 1.890, en el mismo periodo de tiempo. Esto pone de manifiesto que el suicidio se está imponiendo como una de las principales causas de muerte no natural.
Pero, ¿por qué ocurre esto? «Respecto a los casos de tráfico, se han impuesto sanciones, se han adoptado medidas y se ha invertido dinero para atajar este problema; pero en el caso de los suicidios, no», explica Javier Jiménez. «Es necesario que la gente sepa dónde recurrir y, una vez lo sepa, que tenga la tranquilidad de que cuentan con los medios necesarios para prevenir, actuar e investigar».
Además, es necesario tener en cuenta que este no es un problema exclusivo de los adultos. Con una depresión leve, un adolescente puede llegar a tener planteamientos suicidas. Las personas afectadas por una depresión mayor presentan una probabilidad de riesgo casi 20 veces superior a la población general.
Un cambio radical
Hoy Carmen tiene 53 años y no pasa ni un día sin imaginar lo diferente que hubiese sido su vida si su padre se hubiera quedado con ellos. «Si alguna persona que lea esto sea ha planteado quitarse la vida que piense en sus familiares, que no se recuperarán jamás, que le necesitan. Nunca es mejor quedarse sin la persona querida». Es por ello que desde AIPIS centran gran parte de sus esfuerzos en reeducar ese pensamiento y destruir los mitos que imperan en la sociedad. «Sólo los pobres se suicidan», «la prevención es cosa de psiquiatras», «todos están deprimidos», «son enfermos mentales» o «el que lo intenta es un valiente» son sólo algunos de ellos.
«Siempre se ha dicho que las personas que hablan sobre el suicidio no lo llevan a cabo, pero la realidad es que un alto porcentaje de personas que lo hicieron hablaron previamente de ello», recuerda Jiménez. «Es importante ponerse siempre en la piel de otro. Son personas que, a fin de cuentas, quieren ser entendidas y sentirse queridas».
El suicidio, por tanto, no deja de ser un acto contradictorio en el que, como recoge Juan Carlos Pérez en «La mirada del suicida» (Plaza y Valdés), «el sujeto arremete contra su aflicción llevándose su vida por delante, pero aún en el último momento desearía ser salvado».En este ensayo, recuerda que « un millón de personas se quita la vida cada año en una sociedad que prefiere ocultar lo que no entiende, con la connivencia de casi todos, amparada en su antigua concepción como delito o pecado, que ha estigmatizado durante siglos esta manifestación extrema del sufrimiento humano».