En el ojo del volcán

Viaje al centro de la Tierra

La Palma convive entre el drama provocado por la erupción y la imperiosa necesidad de reactivar la economía de la isla

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Los habitantes de la Isla Bonita, también conocida ya como la isla del volcán, están inmersos en un debate. Mientras algunos conviven con el drama de ser evacuados, haber perdido sus viviendas y/o cultivos, otros se encuentran con la necesidad de que la economía de La Palma, golpeada por la pandemia, los incendios y ahora por la erupción, se reactive lo antes posible. Con estas dos posturas surgidas a partir de este hito histórico me planteé cuál sería la sensación de quienes han visitado La Palma en los últimos días y, finalmente, decidí vivirlo.

Cuando aterricé en La Palma me sorprendió no encontrarme con la nube de ceniza que días atrás había paralizado la conectividad de la Isla. Esperando el taxi, pude divisar a lo lejos una columna de humo gris oscuro que se mezclaba con las nubes blancas y el azul del cielo. Era él. El fenómeno natural que durante días acaparó la atención de todos los medios de comunicación nacionales e internacionales. El volcán aún sin nombre.

A mi llegada a la capital, Santa Cruz de La Palma, sentí que me encontraba en un mundo paralelo. La gente paseaba, las terrazas de los bares estaban llenas y los furgones de reparto ocupaban gran parte de la vía. Eso sí, el gigante de Cumbre Vieja era el tema principal de todas las conversaciones que se escuchaban.

Caminando por la Calle Real, un hombre de unos 60 años que paseaba con su perro se paró frente a la terraza de una cafetería y preguntó a un octogenario que desayunaba cómo estaba, a lo que este respondió: «Todo lo bien que se puede estar viviendo en un apocalipsis». Cuando avancé unos metros más, dos señoras mayores hablaban de que si no fuera por la televisión no sabrían que explotó un volcán hace más de 20 días.

Al anochecer, me desplacé hasta el municipio de Los Llanos de Aridane, golpeado duramente por la erupción. Durante el recorrido, no se veía la frondosidad de las paredes que acompañan las carreteras, pero sí se intuían. En una de las innumerables curvas que fui dejando atrás un cartel luminoso advertía: ¡Precaución! Emergencia volcánica, y fue en ese momento cuando empecé a ser consciente de la realidad de una población que durante tres semanas ha vivido con un volcán en acción.

De repente, eso de ver la luz al final del túnel cobró sentido. En medio de la oscuridad, un túnel de aproximadamente 1.200 metros de longitud encandilaba con sus luces. Según me comentaron quienes viven por la zona, lo han bautizado como el túnel del tiempo, ya que mientras lo atraviesas parece que te estás teletransportando a otros lugares.

Tras un minuto salí del túnel y me encontré con una imponente bajada que pocos minutos después me llevó hasta uno de los pocos restaurantes de la zona que estaban abiertos. Era una casa blanca que resaltaba entre la ceniza que cubría las carreteras y aceras, con un techo a cuatro aguas y teja inglesa. En la fachada se dejaban entrever piedras de grandes dimensiones y en la puerta, un hombre de origen italiano me esperaba para acompañarme hacia mi mesa.

Mientras esperaba la comida, me percaté de que en la mesa de enfrente había cuatro hombres que mantenían una conversación liderada por risas. Pude entender que estaban haciendo porras sobre el tiempo que duraría la erupción.

Sin embargo, algo me llamó aún más la atención. Un hombre alto, flaco, de piel blanca, pelo fino y rubio con ojos claros cruzó la puerta del comedor y se acercó a la caja, que se encontraba sobre una encimera hecha con tea junto a donde me encontraba.

Era conocido por los camareros, porque quienes lo veían lo saludaban con cariño y confianza. En medio de la conversación se despidió, alegando que regresaba a Holanda después de más de cuatro décadas en la Isla. Al parecer él también tenía un negocio en la zona que, junto a su vivienda, fue arrasado por la colada, por lo que entendía que su ciclo en La Palma había llegado a su fin.

Con lágrimas en los ojos se despidieron, y aunque tengo que reconocer que fue emotivo, me estremecí aún más cuando les explicó que pese a perderlo todo iba a cenar a ese establecimiento para que la economía de uno de los municipios más afectados por la erupción siguiera moviéndose.

Tras la cena, continué mi visita y llegué a una de las zonas en las que más periodistas se han congregado hasta ahora: la plaza de Tajuya, un lugar que ya se ha convertido en un punto de encuentro para ver el volcán y escuchar un rugir que emana desde las entrañas de la Tierra. Desde ahí, no solo se olía el azufre, sino que también se veía como el fuego teñía el cielo mientras la columna de humo y la lava no daba tregua, regalándonos una estampa que parecía el mismísimo infierno.

En ese momento entendí que probablemente nunca más pudiera estar frente a uno de los hitos históricos más impactantes que puedes vivir, una sensación que va ligada a la certeza de que los palmeros y palmeras son más fuertes que el volcán.

La Palma es una isla que vive fundamentalmente de la agricultura, sobre todo del cultivo de plataneras. El valle de Aridane, la zona más castigada por el volcán, es también la que encabeza la producción de plataneras en la Isla, siendo ésta a su vez la que más toneladas de plátanos recolecta en el Archipiélago. Otra de sus principales fuentes de ingresos es el turismo activo, ya que sus senderos y su imponente naturaleza atrae anualmente a miles de personas de todo el mundo. Por ello, ahora más que nunca, es necesario un impulso.

En medio de este fenómeno natural se vislumbra un atisbo de esperanza: que la Isla pueda convertirse en un destino de turismo de volcanes en el que las nuevas coladas contrastan con el color verde que predomina en La Palma, una isla bonita, segura e inolvidable.