Obituario
Carlos Amigo: adiós al fraile que conquistó a Sevilla
El cardenal franciscano falleció ayer a los 87 años tras complicarse una operación en el pulmón izquierdo
Don Carlos se presentó ayer sin galones en la solapa ante San Pedro. No por falta de méritos. No tenía previsto subir ni tan pronto ni tan rápido. Desolación a ras de suelo por la despedida casi inesperada del cardenal de Sevilla, sin emérito, porque nunca le jubilaron en una ciudad que no solo le adoptó, sino que le incardinó a fuego. Se lo ganó a pulso. Por hacer de la corona social el paso más importante de los que procesionan por las calles de la capital hispalense. Por poner el día el cepillo de la Iglesia, a golpe de transparencia y desprendiéndose del Palacio de San Telmo, por el que tanto suspiraban algunos, decisión que hoy aplauden. Fue el arzobispo que logró que se tratara de igual a igual a las cofrades. Pero, sobre todo, fue el pastor de su pueblo durante tres décadas. Y un paisano de Medina de Rioseco que supo llevar sus raíces recias castellanas allá por donde se le reclamara. Como él mismo asumía, siendo un fraile revestido de cardenal.
Pero se queda corto quien circunscribe sus elegios al Guadalquivir. Ya venía aprendido de Tánger, donde este franciscano desembarcó bajo las órdenes de Pablo VI. Allí fue algo más que un fontanero para purificar las maltrechas aguas de la relación con el Magreb. Sin ser nuncio, abanderó lo que hoy recoge la encíclica papal «Fratelli tutti», esa fraternidad universal que busca puentes en aras de una estabilidad tanto eclesial como institucional.
Pero, el cardenal Amigo fue sobre todo un hombre de palabra. Y de la Palabra. El eco que generaba en cualquier auditorio o catedral cada vez que entonaba una homilía o se lanzaba con una conferencia que, en boca de otro anestesiaría al personal y que en sus manos se convertía en un impulso evangelizador en tiempos de sequía secularizadora. Sentaba cátedra solo por la musicalidad de una voz tan rotunda como su planta. Pero sin amedrentar, porque sabía del poder del bisbiseo y detenerse en la sílaba en la que tocaba recrearse. No por engolamiento personal, sino para poner la atención del otro en el Otro. Porque Don Carlos no se buscaba, simplemente se sabía mediador de un Jesús de Nazaret que logró colar lo mismo en despachos de alcaldes que en sacristías nostálgicas que remozó. Orador como pocos. Predicador como nadie entre los eclesiásticos. Y también mediador. Nunca se utilizó la calle de en medio para evitar el conflicto, pero sabía decir lo que había que decir sin generar un tsunami, lo mismo se sentara frente al político anticlerical de turno, que ante un cardenal que cuestionara a los misioneros o a los religiosos, de los que fue guardaespaldas en la Conferencia Episcopal.
El birrete cardenalicio se lo ganó a pulso de la mano de Juan Pablo II. Y si sonó en su primer cónclave como papable, en el segundo fue algo más que un prescriptor de Jorge Mario Bergoglio. Porque Don Carlos sentaba cátedra sin buscarlo. Nunca lo confesó abiertamente, pero votó por su amigo argentino, ese con el que había trabajado codo con codo en no pocas comisiones vaticanas del continente latinoamericano.
Nunca uso el báculo y la mitra por decreto. No le hizo falta, porque su autoridad desde el ejemplo resultaba lo suficientemente convincente como para que hoy se le llore, lo mismo en una cárcel que en la hermandad de Los Negritos. Lo mismo se siente su pérdida en la revista «Vida Nueva» que el rostro entristecido del hermano Pablo. Lo mismo se le reza en el convento de sor Ángela de la Cruz que en la Plenaria de los obispos, que saben del vacío que deja ese Amigo que se va.
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