Alimentación
Ciencia en el menú del día
Organizaciones científicas y agricultores reclaman a la UE que se permita la edición genética de los cultivos de alimentos para que el continente no se quede atrás
Algo está a punto de cambiar en el modo en el que los agricultores y ganaderos europeos producen los alimentosque consumimos. Y ese «algo» ocurrirá en el minúsculo y secreto espacio del interior de las células. Cada vez son más las voces que claman por la necesidad de adaptar las leyes que se aplican en la Unión Europea al uso de tecnologías de manipulación genética en la agricultura. En concreto, profesionales del sector y científicos solicitan que el viejo continente modernice su restrictiva normativa que impide el desarrollo de alimentos transgénicosy el empleo de latecnología CRISPR para el cultivo de vegetales y frutas. Somos el único de los grandes centros productores de alimentos del mundo que mantiene estas limitaciones. Y muchos expertos empiezan a pensar que estamos perdiendo el tren del progreso alimentario por ello.
Europa ha liderado la oposición a los alimentos modificados genéticamente desde el principio. De hecho, la legislación actual impide el cultivo de variedades mejoradas a excepción de unas pocas modalidades que han recibido autorizaciones singulares. Las normas del continente se basan en el marco legal establecido a comienzos de este siglo sobre la definición de «transgénesis», elaborada por la ciencia en los años 90 del siglo pasado. Según muchas organizaciones científicas, las sucesivas actualizaciones de la legislación europea no han tenido en cuenta los cambios en algunos casos revolucionarios que la tecnología genética ha experimentado. Lejos de ello, se han reafirmado las limitaciones a la producción de estos alimentos con la incorporación de la posibilidad de que los países miembros bloqueen el uso incluso de las variedades que cuenten con autorización de la unión. De facto, esta restrictiva normativa ha hecho que poquísimos países en el continente cultiven alimentos modificados (la inmensa mayoría del terreno dedicado a transgénicos se encuentra en España). A todos los efectos nuestra región está «libre de alimentos modificados».
Pero, a pesar del inmovilismo legislativo, durante todas estas décadas la ciencia no ha dejado de avanzar. Desde la publicación del primer genoma completo de una planta en el año 2000 se ha experimentado un espectacular desarrollo de la capacidad de generar variedades animales y vegetales con mejoras genéticas. Uno de los logros más destacados ha sido la tecnología de edición de ADN conocida como «Crispr» o, más vulgarmente, como «corta-pega genético». Esta tecnología está basada en el modo en el que algunas bacterias y arqueas se protegen a sí mismas de lata quede virus. «Cortando» y «pegando» fragmentos del ADN del virus e incorporándolos al suyo propio, crean una inmunidad natural frente a futuros ataques. La tecnología «Crispr» ha supuesto uno de los mayores avances en la historia de la bioingeniería con aplicaciones en la salud y en la agricultura de gran calado. Todos parecen estar de acuerdo en ello, menos el legislador europeo. El marco regulador de la mejora vegetal que nos afecta en el continente y que data de 2001 no solo no ha sido sensible a la aparición de esta novedad, sino que la sigue considerando en la misma categoría que a la transgénesis y por lo tanto le aplica las mismas limitaciones de uso.
Pero «Crispr» no es lo mismo. Esta técnica, que es sencilla y barata, permite desarrollar desde mosquitos que no transmiten la malaria a animales con mejores condiciones para el desarrollo de lana o alimentos que soporten mejor las sequías. Y lo hace en condiciones de absoluta seguridad para la salud y el medioambiente. Así lo ha hecho ver el último informe de la Confederación de Sociedades Científicas de España (Cosce), en el que se pide explícitamente la revisión de la normativa europea al respecto.
El documento alerta de que el mantenimientos de las actuales leyes puede poner en peligro la capacidad competitiva del sector agroalimentario español, uno de los más avanzados e innovadores del mundo. Ya en 2018, el Tribunal de Justicia de la UE reconoció la necesidad de adaptar nuestro marco normativo a la realidad tecnológica, mucho más avanzada y segura. Europa sigue haciendo oídos sordos a la sugerencia.
La edición genómica de los vegetales ya es una realidad en los grandes competidores del mercado agrícola como Japón, Argentina, Estados Unidos o China. Sus productores pueden beneficiarse de estas tecnologías vedadas a los nuestros y que entre otras cosas consiguen mejorar la capacidad de las plantas para asimilar compuestos nitrogenados y usar así menos fertilizantes, mejorar la capacidad nutricional de algunos alimentos o generar especies resistentes a las plagas. Jennifer Duodna, una de las inventoras del «Crispr», ha reconocido que esta tecnología podría ser clave incluso para la lucha contra el cambio climático al reducir el impacto de los cultivos o permitir el desarrollo de especies con mayor eficacia de absorción del CO2.
Los agricultores españoles vuelven a estar en posición de desigualdad ante sus grandes competidores de países donde el legislador sí ha adaptados las normativas al ritmo que ha avanzado la ciencia.
Los recelos europeos son aún menos comprensibles después de conocer los resultados de la encuesta que el pasado mes de abril realizó la Comisión Europea sobre la percepción social de las tecnologías de edición genética. Según la consulta pública, el 80 por 100 de los ciudadanos del continente reconoce las diferencias entre la tecnología «Crispr» y los alimentos transgénicos y cree que las limitaciones establecidas históricamente para los segundo no deberían regir en el casos que utilizan la primera. El 61 por 100 de los encuestados cree que mantener la legislación obsoleta traerá graves consecuencias para el sector agrícola europeo. Solo el 17 por 100 opta por mantener la ley tal y como está. Científicos, agricultores y el común de los ciudadanos parecen de acuerdo: una agricultura con capacidad de usar las herramientas actuales de edición genética sería mejor. Solo un porcentaje pequeño de la población, las organizaciones ecologistas y el legislador europeo mantienen su veto a este avance.
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