Reportaje
«El abuso infantil afectó a mi forma de relacionarme, de poner límites, de entender el amor»
Entre los cuatro y los seis años un familiar agredió sexualmente a Yaiza. Ella no lo contó hasta los 18. Se quedó sola. Hoy, con 34 años ha puesto fin a su terapia.
Yaiza fue víctima de abusos sexuales cuando tenía cuatro años. El agresor fue su primo por parte materna. Las vejaciones duraron hasta que tuvo seis. Un infierno. Una condena de la que ella no sería consciente hasta que pasaron los años. El agresor continuó con su vida. Ella fue tratando de entender y asimilar que era una víctima.
Aún hoy sigue trabajando en su recuperación. Es una tarea de por vida. Una cicatriz que deja de supurar pero que estampa una marca imborrable en el cuerpo y mente de quienes han sufrido abusos infantiles. Yaiza Sanz nos cuenta cómo ha sido su camino hasta el día de hoy. Lo hace con fortaleza y una dosis de realidad y pragmatismo dignos de quien ha mirado al dolor de frente. Una valiente que, sin saber que lo era, dio un paso al frente para poder continuar caminando por un sendero de espinas.
«Rompí mi silencio a los 18 años, en casa. No sabía muy bien qué estaba diciendo ni cómo explicarlo, pero sentí que necesitaba contar lo que me habían hecho cuando era pequeña porque no me encontraba bien. Se lo dije a mis padres y tuve la gran suerte de que me escucharan con cariño y respeto, y que me creyeran desde el primer momento», relata.
En ese momento comenzó su segundo viacrucis. Identificarse como víctima de abusos sexuales infantiles ante los demás, defender lo que vivió, que la creyesen y luchar para calmar ese dolor que sentía dentro y le impedía llevar una vida al uso de cualquier adolescente.
Pero, aunque sus padres la creyeron, «no pasó nada más», dice. «Las reuniones familiares continuaban, todo seguía igual. Era como un “te creemos, pero no vamos a hacer nada al respecto”. Y yo acepté que quizás esas eran las condiciones. Así viví durante diez años más, en silencio, hasta que, ya con 27 años, sentí que necesitaba hacer algo con todo eso. Necesitaba colocar todo aquello en algún lugar».
Y así fue. Habrá quien diga que se armó de valor para dejar paso a su verdad, pero más bien fue el inicio de una catarsis, un «basta ya» con un instinto de supervivencia del que echan mano solo quienes han vivido la cara B de la infancia. «Compartirlo supuso empezar a poner las piezas en su lugar».
Hasta llegar al punto de necesitar verbalizar para curar, sorteó como pudo las pesadillas en forma de recuerdo que atravesaban su mente en la pubertad: «Siempre lo sientes. Tienes recuerdos, imágenes que vuelven una y otra vez. Pero no tienes una narrativa clara. Simplemente llega un punto en que dices: no sé qué significa esto, pero necesito contarlo. No sabes si es grave, si es tu culpa, si tú lo provocaste. Pero lo que sabes es que ya no quieres seguir cargando con ese silencio».
Llegó la hora de contarlo. Y sus consecuencias. «Todo se vuelve mucho más difícil. Uno piensa que hablarlo lo resuelve, pero en mi caso fue al contrario. Al contarlo y ponerle palabras, te das cuenta de la magnitud de lo que te ha pasado. Hasta entonces lo habías enterrado, lo habías minimizado, pero cuando lo verbalizas, ya no hay vuelta atrás. Ves el dolor, las consecuencias, cómo ha afectado tu autoestima, tus relaciones, tu sexualidad, tu forma de ver el mundo. Es muy duro tomar conciencia real de todo eso».
Tal y como describe Yaiza, todo se ve afectado. «Cuando algo así te ocurre en una etapa tan temprana de tu vida, todo lo que construyes después está condicionado por esa herida. Tus vínculos, tu forma de entender el amor, la intimidad, tu cuerpo, tus límites, o la falta de ellos, todo se ve atravesado por esa experiencia».
Una fatal vivencia que, según la Fundación ANAR, padecen entre el 15 % y el 22 % de las mujeres y entre el 9,7 % y el 15,5 % de los hombres. Los datos sobre los abusos infantiles escandalizan: el 60,8 % de las víctimas tiene entre 13 y 17 años, el 2,5 % padece algún tipo de discapacidad y en el 75 % de los casos es producido por familiares, amigos o miembros del entorno cercano. «Es una problemática social inmensa porque, además, muchas veces, aunque lo cuentes, las familias prefieren no hacer nada ya que aceptar lo que ha ocurrido supone romper la estructura familiar, y mucha gente no sabe o no quiere hacer eso. Es más fácil culpabilizar a la víctima que asumir la verdad». A ella y a sus padres, que la apoyaron desde el primer momento, les dieron la espalda el resto de sus familiares, «no porque no me creyeran, sino porque asumirlo implicaba demasiadas cosas. Me dejaron sola, haciéndome sentir que la culpa era mía».
Nunca denunció porque «aunque tuve esa necesidad, también tengo la de protegerme. Conozco el sistema judicial y no quiero exponerme a que un juez me diga que no tengo razón. Entiendo la responsabilidad social, pero también tengo derecho a cuidarme. Y muchas víctimas no queremos denunciar por eso. Para mí, contarlo y hablarlo es una forma de hacer justicia».
También lo es la iniciativa que decidió poner en pie para ayudar a personas que hubieran pasado por la misma experiencia traumática que ella. Así surgió «Somos Estupendas», un punto de encuentro en el que «conocerse, crecer y mimar todas las parcelas de tu vida». «Cuando hice pública mi historia me encontré con algo que no esperaba: no estaba sola. Había miles de personas que habían vivido lo mismo. En mi proceso de terapia empecé a compartir en redes cómo me sentía, cómo me ayudaba la terapia… Y ahí entendí que no era solo un problema de abusos, también lo era de salud mental. Nació la necesidad de crear un espacio al que las personas pudieran acudir cuando no sabían qué les pasaba ni quién podía ayudarlas».
Ahora, ese pequeño proyecto en redes sociales ha tomado forma hasta convertirse en un grupo de profesionales de apoyo y seguimiento psicológico. De hecho, Yaiza, de 34 años, ahora estudia Psicología para en un futuro ejercer la profesión.
[[H2:«Volver a nacer»]]
Ella conoce bien lo que es «vivir en terapia constante». Yaiza ha estado siete años seguidos mano a mano con su terapeuta para salir adelante. «Ha sido muy duro y miles de euros invertidos para conseguir la reconstrucción total de mi vida desde los cimientos. Tuve que romper con todo desde una etapa muy temprana y volver a construir en todas las áreas. Pero aquí estamos». Reconoce que no es un camino fácil, pero es necesario ya que si no, «habría permitido que esa vivencia condicionara toda mi existencia. Ya me robaron la infancia y la adolescencia; no iba a permitir que también me quitaran la adultez».
Para ella, «Somos Estupendas» es mucho más que un centro de comunión y ayuda con personas que se enfrentan a sus traumas, «es una manera de entender que ser estupenda no tiene que ver con tener la vida perfecta. La vida muchas veces es una mierda, y hacemos lo que podemos con las herramientas que tenemos. Ser estupenda es también aceptar eso».
Ella lo ha aceptado y hace unas semanas puso fin a su terapia después de cuatro procesos distintos. «Espero no tener que volver. Hoy puedo decir que lo que viví ya no duele ni condiciona mi existencia, pero eso ha sido gracias a muchos años de trabajo», dice.
Años de mirarse dentro y comprobar que, al hacerlo, al espejo, el mundo se cae a pedazos. «Es muy duro saber que el agresor sigue con su vida tan normal mientras tú intentas sanar, por eso, las víctimas de abusos infantiles vivimos mucho tiempo disociadas, es la única forma de sobrevivir».
Ahora Yaiza ya vive. Mira a la vida con ganas. Comparte su vida con su pareja. Sonríe. No tiene miedo ni vergüenza. Su lucha está ahora en ayudar a los demás.