
Internet
China impone 'credenciales digitales' a los influencers
El mundo de los creadores de contenido, que hasta ahora era espectáculo y dinamismo, pasa a estar estrictamente regulado

Durante años, el universo de los «livestreams» en China fue sinónimo de extravagancia y consumo masivo. En las pantallas, estrellas lograban cifras que harían palidecer cualquier campaña de marketing en Occidente con millones de espectadores, miles de productos vendidos por minuto y beneficios millonarios. Ese frenesí comercial, impulsado por la promesa de un capitalismo digital, hoy enfrenta una metamorfosis radical.
La Administración del Ciberespacio de China (CAC) ha introducido una directriz que modifica profundamente el ecosistema de los creadores de contenido. Desde este otoño, cualquier usuario que desee pronunciarse en línea sobre materias consideradas «sensibles» –medicina, derecho, educación o finanzas– deberá demostrar su competencia mediante acreditaciones oficiales o títulos verifi-cables. En otras palabras, ya no bastará con la popularidad: la autoridad, ahora, debe certificarse para combatir la manipulación, el fraude o la desinformación.
El auge del influencer chino coincidió con una época de liberalización parcial en la esfera digital. Plataformas como Douyin (la versión local de TikTok) convirtieron las transmisiones en vivo en un canal de comercio electrónico sin precedentes, donde la emoción se transformaba directamente en facturación. Sin embargo, a medida que crecía ese fenómeno, también lo hizo la sospecha de que el caos mediático podía derivar en descontrol político. En 2022, el gobierno central publicó un paquete normativo que funcionó como una advertencia: dieciocho nuevas reglas y treinta y una conductas prohibidas, que iban desde glorificar el lujo hasta usar «deepfakes» (contenido falso creado con IA) con implicaciones políticas. Decenas de figuras públicas fueron sancionadas o desaparecieron del espacio digital sin explicación oficial. Lo que en apariencia era una depuración moral se interpretó como el inicio de un reordenamiento del discurso online.
La ofensiva se intensificó el año pasado con una campaña estatal contra la ostentación. Cuentas que mostraban relojes suizos, coches de alta gama o mansiones fueron eliminadas casi de inmediato. La instrucción fue tajante: no promover estilos de vida que fueran contradictorios a la narrativa de «prosperidad común». En ese contexto, el episodio de un «influencer» –cuya emisión fue interrumpida tras mostrar un tanque de juguete en vísperas del aniversario de la masacre de Tiananmen– se leyó más como señal que como accidente. El mensaje fue inequívoco: la fama no otorga inmunidad. El nuevo marco jurídico extiende el control estatal a la raíz del contenido. Las plataformas deberán verificar los títulos de los creadores que hablen de temas regulados y registrar toda fuente utilizada.
Además, la norma incorpora exigencias tecnológicas: algoritmos entrenados para detectar material sexualizado encubierto como educación, prohibiciones de publicidad sanitaria no autorizada y transparencia total respecto a dramatizaciones o el uso de la inteligencia artificial. No se trata solo de censura. También es un intento de reconstruir la confianza digital desde la institucionalidad. El razonamiento es pragmático. Si la información influye en la salud, la economía o la conducta ciudadana, el Estado debe garantizar que quien habla esté cualificado. Sin embargo, esta lógica también tiene un reverso inquietante: la sustitución del aval comunitario por la aprobación burocrática.
Curiosamente, esta tendencia resuena con la filosofía de plataformas occidentales como Google, que clasifica contenidos según criterios E-E-A-T (Experiencia, Conocimiento, Autoridad y Fiabilidad) y la política YMYL («Your Money or Your Life»), aplicadas a informaciones de alto impacto personal. En el universo californiano, la autoridad surge de la reputación, la constancia y la evaluación algorítmica. En el sistema chino, se otorga desde el poder público. En definitiva, donde Google premia, Pekín autoriza.
El contagio regulatorio
El modelo chino podría no ser exportable en su totalidad, pero sus ecos ya se sienten fuera de Asia. En Europa, el debate sobre la transparencia digital llevó al reciente Real Decreto 444/2024, más conocido como Ley de Influencers. España fue pionera al definir a los «usuarios de especial relevancia» –aquellos con más de un millón de seguidores o ingresos anuales superiores a 300.000 euros– e imponerles obligaciones de transparencia publicitaria. Aunque su espíritu dista del intervencionismo asiático, ambos marcos comparten la intuición de que el espacio digital necesita madurez y responsabilidad.
Sin embargo, la gran diferencia es estructural. En Europa, la regulación busca proteger al consumidor y al menor, y se apoya en un Código de Conducta de adhesión voluntaria. En China, la «voluntariedad» no es un concepto operativo. Lo que se presenta como profesionalización de los creadores funciona, en la práctica, como un mecanismo de alineamiento ideológico, según sus críticos.
El «streaming» comercial continúa siendo parte crucial de la economía interna china. El régimen no pretende erradicarlo, sino canalizarlo. Las plataformas se transforman en organismos certificadores y los influencers, en profesionales titulados. La inmediatez y la improvisación quedan subordinadas a la supervisión. El resultado es un ecosistema más controlado, pero menos vibrante. Para el mercado global del marketing digital, el mensaje es ambivalente. Por un lado, el modelo asiático anticipa un futuro donde la credibilidad se legitima mediante la regulación. Por otro, advierte sobre el precio de esa certidumbre, con la pérdida de pluralidad discursiva.
Silencio verificado
China justifica sus políticas en nombre de la lucha contra la desinformación. Sin embargo, en ese proceso redefine el valor mismo de la confianza. La credibilidad deja de construirse desde la interacción social y pasa a fluir desde la jerarquía. Es una revolución semántica: del influencer al “experto autorizado”. El imperio de los livestreams no ha desaparecido, pero su espontaneidad ha sido domesticada por la lógica del permiso. En este nuevo orden, antes de pulsar “publicar”, cada creador deberá mostrar no sólo su identidad, sino también su diploma. Lo que se gana en certeza se pierde en diversidad.
Para el mercado global del marketing digital, el mensaje es ambivalente. Por un lado, el modelo asiático anticipa un futuro donde la credibilidad se legitima mediante la regulación. Por otro, advierte sobre el precio de esa incertidumbre, con la pérdida de pluralidad discursiva.
China justifica sus políticas en nombre de la lucha contra la desinformación. Sin embargo, en ese proceso redefine el valor mismo de la confianza. La credibilidad deja de construirse desde la interacción social y pasa a fluir desde la jerarquía. Es una revolución semántica: del influencer al 'experto autorizado'. El imperio de los livestreams no ha desaparecido, pero su espontaneidad ha sido domesticada por la lógica del permiso. En este nuevo orden, antes de pulsar 'publicar', cada creador deberá mostrar no sólo su identidad, sino también su diploma. Lo que se gana en certeza se pierde en diversidad.
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