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Por qué sabemos que el hombre fue a la Luna

El primero en pisar la superficie lunar es Neil Armstrong y, poco después, lo hace Edwin Aldrin, mientras que Michael Collins permanece en la nave. En la foto, Aldrin posa para una fotografía junto a la bandera estadounidense, 20 de julio 1969.
El primero en pisar la superficie lunar es Neil Armstrong y, poco después, lo hace Edwin Aldrin, mientras que Michael Collins permanece en la nave. En la foto, Aldrin posa para una fotografía junto a la bandera estadounidense, 20 de julio 1969.larazon

El investigador David Robert Grimes, físico de la Universidad de Oxford (Reino Unido), también es periodista científico y locutor, así que está acostumbrado a escuchar a mucha gente que cree en conspiraciones relacionadas con la ciencia. Esto le ha motivado a desarrollar un sencillo modelo matemático que calcula la viabilidad o probabilidad de fallo de una confabulación y si se puede sostener.

“Pensar que no es verdad que el hombre ha llegado a la Luna puede no ser perjudicial, pero tener creencias falsas sobre las vacunas puede resultar fatal”, apunta Grimes. ”Sin embargo, no todas las ideas que parecen ‘conspiranoicas’ son necesariamente erróneas, como demostraron las revelaciones de Edward Snowden al confirmar ciertas teorías sobre las actividades (ilícitas) de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos”.

El investigador explica que es habitual descartar directamente estas confabulaciones y ningunear a sus defensores, “pero yo quise tomar el camino contrario, para ver si podrían ser posibles, así que me centré en un requisito fundamental para que una conspiración sea viable: el secreto”.

Su estudio, que publica esta semana la revista de acceso abierto PLOS ONE, demuestra que, aunque todos podemos guardar un secreto, si lo compartimos con un gran número de personas acabará destapándose. Solo es cuestión de tiempo y del número de personas implicadas.

Grimes comenzó creando una ecuación para expresar la probabilidad de que una conspiración fuera hecha pública deliberadamente por un denunciante o revelada inadvertidamente por algún despistado del grupo confabulador. Esa probabilidad depende de factores como el número de conspiradores, la cantidad de tiempo, e incluso del efecto de que muera un implicado por muerte natural o ‘accidental’.

Como la ecuación requiere estimaciones realistas de las posibilidades de que cualquier individuo revele el secreto, el autor utilizó los datos de tres casos reales. Uno fue el propio proyecto PRISM –desvelado por Snowden– sobre de vigilancia electrónica masiva que hacía la NSA para registrar las comunicaciones de los usuarios de internet.

Los otros dos casos fueron el experimento Tuskegee, un estudio clínico sobre los efectos de no tratar la sífilis en afroamericanos llevado a cabo durante décadas por el Servicio Público de Salud de EE UU; y el escándalo forense del FBI, relacionado con multitud de errores en los análisis –en muestras de pelo– que condenaron a pena de muerte a personas inocentes.

Con los datos de estos tres sucesos reales, Grimes planteó el ‘mejor escenario’ para los conspiradores, sobreestimando su número y el tiempo necesario antes de que ocurriera una fuga de información, hasta conseguir que solo hubiera cuatro posibilidades entre un millón de que alguien se fuera de la lengua.

Cuanta más gente, más difícil guardar el secreto

Después el físico estimó el número mínimo de personas que se necesitarían para mantener cuatro supuestas conspiraciones para comprobar si podrían ser viables. Así, la teoría de que los alunizajes de EE UU en nuestro satélite fueron un engaño necesitaría al menos el silencio de los 411.000 empleados de la NASA que trabajaban en la agencia espacial estadounidense a mediados de los años 60.

Del mismo modo, si el cambio climático es un fraude estarían implicadas 405.000 personas de diversas instituciones científicas internacionales, otras 22.000 (de la OMS y el Centro para el Control de Enfermedades) para ocultar que las vacunas no son seguras, y unas 714.000 (los empleados de las grandes empresas farmacéuticas) si hubiera una cura contra el cáncer y no quisieran decirlo.

Con esta información y usando su ecuación, Grimes calcula que el engaño de los alunizajes se tenía que haber revelado en 3 años y 8 meses, la mentira del cambio climático en 3 años y 9 meses, una conspiración sobre la vacunación en 3 años y 2 meses, y la supresión de la cura del cáncer en 3 años y 3 meses. En resumen, cualquiera de las cuatro conspiraciones ya se debía haber destapado hace mucho tiempo.

El investigador luego se centró en el número máximo de personas que pueden involucrarse en una intriga para mantenerla. Para un complot que dure cinco años, el máximo son 2.521 individuos. Para guardar el secreto durante más de una década debe haber menos de 1.000 personas, y en un engaño que dure un siglo nop hay que superar los 125 colaboradores. Incluso un sencillo encubrimiento de un solo evento, que no requiere de maquinaciones más allá de que todo el mundo mantenga su boca cerrada, es probable que haya un soplo si están implicadas más de 650 personas.

Los resultados del modelo sugieren que las grandes conspiraciones, en las que están implicados más de mil agentes, «se convierten rápidamente en insostenibles y propensas al fracaso”, según el estudio, cuyas propuestas podría ser útiles «para contrarrestar las potencialmente perjudiciales consecuencias de argumentos falsos y anticiencia, y para examinar las condiciones hipotéticas en las que podría ser viable una conspiración».

«No todo el que cree en una conspiración es irreflexivo o poco razonable, pero espero que al mostrar lo extremadamente improbables que son algunas supuestas conspiraciones, sus defensores reconsideren sus creencias anticientíficas”, dice Grimes.

«Aunque por supuesto esto no va a convencer a todos –añade–. Hay bastantes evidencias de que creer en las conspiraciones a menudo es más ideológico que racional. Si queremos solucionar los numerosos problemas a las que nos enfrentamos como especie, desde el cambio climático hasta la geopolítica, tenemos que aceptar esa realidad sobre las ficciones motivadas ideológicamente. Para ello, necesitamos entender mejor cómo y por qué algunas ideas se arraigan y persisten entre ciertos grupos, a pesar de la evidencia, y cómo podríamos contrarrestar esto”, concluye el físico de Oxford.