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Opinión

Francisco, el Papa de los últimos

Mateo González Alonso es salesiano y periodista

En la entrada de Santa María la Mayor se reunieron algunos de los que se han sentido descartados, aunque no para Francisco EUROPAPRESS

Francisco ha vuelto a la Plaza de San Pedro. Lo ha hecho por última vez. Se ha despedido como ha vivido, con la sencillez y sobriedad de un ritual de exequias que, en lo esencial, coincide con el de cualquier cristiano y, sobre todo, rodeado de la gente. Se ha ido el que se atrevió a llamarse Francisco y que tuvo como «hilo conductor de su misión la convicción de que la Iglesia es una casa para todos; una casa de puertas siempre abiertas», según dijo el cardenal decano en la homilía. La columnata de San Pedro ha abrazado por última vez a quien predicó en ese mismo lugar, tantas veces, que la misericordia de Dios se vive desde de la ternura.

Se ha ido rodeado de su gente, desde las representaciones oficiales a los anónimos y alejados, que han sido los predilectos –los de Dios y de Francisco– que son los últimos. Esos que han sentido la exclusión de un mundo hostil que, en las escalinatas de Santa María la Mayor, le han ofrecido una rosa blanca. De la misma manera, muchos otros son también los rostros de amigos, confidentes o fieles aliados del Papa argentino que la realización televisiva ha dejado fuera… porque con Francisco, muchas veces los invisibles –las invisibles– se han hecho prójimos, santos de la puerta de al lado, cuidadores de una Casa Común que descarta sus tesoros humanos y, con ellos, los naturales.

Ni el protocolo o la interminable lista de autoridades puede ocultar lo que sustancialmente se ha vivido en esta celebración en torno a un ataúd a ras de suelo y una sepultura a la sombra de la Virgen María, abierta en un antiguo almacén para guardar unos candelabros. Con «corazón triste» pero con «certeza desde la fe», como señalaba el cardenal Giovanni Battista Re, se ha ido, como ha vivido, «en medio de la gente con el corazón abierto hacia todos». Aunque el mismo Pontífice había ajustado el ritual de su entierro, en el último momento, privado y reservado, se han colado dos niños que llevaron ante el altar unas rosas blancas. Las que hasta minutos antes de esta sentida ofrenda sujetaban a la entrada de Santa María la Mayor algunos de los que se han sentido descartados, los que nunca pensaron que aquello de Jesús de que «los últimos serán primeros» iba por ellos. Un niño y una niña se han colado en la procesión de eclesiásticos y no solo han sido notarios de este último adiós, sino también los depositarios de un legado, el del Papa de la gente, que ahora es responsabilidad de toda la Iglesia, con el Colegio cardenalicio a la cabeza.

Francisco llegó a la vida de muchos siendo aquel obispo de Roma que empezó su ministerio pidiendo su bendición al pueblo. Ahora ese pueblo que le ungió con su oración se ha ido teniendo como testamento existencial su bendición Urbi et orbi de Pascua. Esta «última imagen», destacó el decano casi al inicio de la homilía, «permanecerá en nuestros ojos y en nuestro corazón». Francisco llegó bendición y se va bendición, deseando lo mejor, llevando el aliento de Dios a quienes estaban en la Plaza o en el recorrido, pero también a quienes se tienen por sus oponentes, a quienes le han difamado o, incluso, a quienes le han instrumentalizado. Esta justifica divina de la bendición es la que el Papa, que fueron a buscar al fin del mundo, ha seguido distribuyendo con su cuerpo inerte a quienes se han asomado a sus exequias. Esta «entrega hasta el último día de su vida terrenal» solo se puede sostener con algo tan potente como la propia «alegría del Evangelio». Esta ha sido la única vitamina, la única terapia a la que el Pontífice ha hecho caso en estos doce años. «Una alegría que llena de confianza y esperanza el corazón de todos los que se confían a Dios», en palabras del cardenal Re.

El antiguo ritual renacentista de los funerales papales estaba inspirado en las celebraciones de la exaltación que trataba de escenificar la divinización del «pontifex maximus». El ceremoniero de Francisco explicó el jueves, en una de las congregaciones generales, que el Papa había querido unas exequias propias «de un pastor y no de un soberano» y con este criterio se habían revisado los textos y los gestos. Un pastor que ha recorrido la ciudad en coche descubierto, surcando para siempre la Ciudad Eterna entre cámaras de móviles sostenidos como antorchas de centinelas. Un pastor recibiendo el afecto de una Plaza de San Pedro que espontáneamente aplaudió como señal de acogida y de despedida, sin necesidad de carteles y consignas. Un pastor que, a través de la liturgia, ha pedido por última vez: «Por favor, no se olviden de rezar por mí». Ahora y en la hora de la muerte.