Perú
Padre Doñoro: «Simulé ser traficante para comprar a aquel niño por 26 dólares»
El padre Doñoro, un salvador en nombre de Dios. Este cura vasco dirige el Hogar Nazaret en Perú, un proyecto para salvar a los pequeños más vulnerables de los horrores de la explotación sexual y de los traficantes de personas
El sueño del padre Ignacio-María Doñoro de los Ríos (Bilbao, 1964), capellán castrense en excedencia, siempre había sido llegar a Teniente Coronel. Sin embargo, se cruzó en su camino otro sueño y tuvo que elegir. La disyuntiva era esperar siete días y alcanzar el rango deseado o confirmar la excedencia que había pedido y hacer las Américas para dedicar su vida a, como él define, «los niños crucificados», fundamentalmente aquellos que han sido víctimas de la trata con fines de explotación sexual y que previamente fueron abandonados por sus padres. Vive en Puerto Maldonado, en plena Amazonia peruana, donde dirige el Hogar Nazaret, desde donde pretende restituir a muchos menores los derechos que les fueron vulnerados y recuperar su infancia. Un lugar que sufre los efectos de la explotación minera ilegal. Atiende a 450 niños en dos casas, una para niños y otra para niñas, donde residen permanentemente 25. Ahora su gran sueño es construir una ciudad para niños que se llamará «San Juan Pablo II» en la que se levantará una casa de acogida para niños en situaciones especiales y se habilitará una producción agrícola y ganadera que dote de recursos a los Hogares Nazaret, casas para voluntarios y aulas para albergar a los estudiantes de diferentes países que deseen tener una experiencia de vida con los Hogares Nazaret.
Para llevar a cabo todo este proyecto necesitan colaboración económica. Ayudan los propios peruanos de la zona, aunque no tienen demasiados recursos, y también empresarios y particulares de España. Pero necesitan más, porque son muchas las necesidades y muchos los niños que necesitan descubrir que el amor existe.
La historia del padre Ignacio-María se remonta a su vocación sacerdotal, su servicio durante unos siete años en parroquias de Cuenca y luego en las Fuerzas Armadas como capellán castrense. Como bilbaíno, siempre había tenido una especial sensibilidad hacia las víctimas del terrorismo y, por ello, pidió servir a uno de los colectivos más golpeados por la banda terrorista ETA: la Guardia Civil. Así, tras su participación en misiones como las de Bosnia o Kosovo en 1997 y 2000 respectivamente, en julio de 2001 es destinado a la Comandancia de la Guardia Civil de Inchaurrondo (San Sebastián). Allí, como suele suceder en estos casos, los niños eran los que más sufrían y por eso su trabajo se centraba en ellos organizando viajes, talleres y grupos de animación. Aunque él mismo no lo sabía, ese destino era el principio de un gran cambio en su vida.
Un día, el padre Ignacio recibió una donación de unos tres millones de las antiguas pesetas (aproximadamente 20.000 euros) para, en principio, comprar juguetes a los hijos de los guardia civiles. Reflexionando sobre qué hacer con ese dinero, concluyó que realmente ésa no era la necesidad de aquellos niños. Podía destinarlo a otros pequeños con mayor necesidad. Pensaba en países de África o Asia, pero acabó en San Salvador (El Salvador), a donde viajó en 2002 para ayudar a las Hijas de la Caridad, que atendían a madres solteras con hijos en situaciones de hambruna, cuando allí morían unos 50 niños cada día por este motivo. El dinero sería para comprarle comida a esos menores. Y en ese viaje, su vida dio un vuelco. El relato es estremecedor: «En aquella situación de horror, una de las noches no podía dormir, me sentía mal preguntándome qué podía hacer. Me levanté y me puse a escribir a modo de catarsis para intentar racionalizar aquella situación. De repente, me vino a la cabeza con mucha fuerza la imagen de un niño de 14 años. Llevaba una camiseta del Real Madrid y tenía ademanes raros –luego descubrí que la mitad de su cuerpo estaba paralizado por una enfermedad–. Al día siguiente le conté a una de las hermanas lo que me había sucedido y cuando le describí al niño se quedó paralizada. Me envió a la madre Rosa, una religiosa a la que apenas le quedaban tres meses de vida por un cáncer. Se lo conté todo, le dije que era como si Dios me estuviera haciendo una llamada. Ella se echó a llorar y me contó que el chico pertenecía a una familia en situación de hambruna y que habían decidido venderlo porque estaba enfermo. Pensé que era mentira, pero la verdad acabó imponiéndose, la verdad del tráfico de niños. Me dije: ‘‘Tengo mi dinero y Dios me ha puesto aquí para comprar a ese niño’’. Al final, aunque la monja se mostraba muy reticente pues decía que era muy peligroso, la convencí: ‘‘Hermana, usted va a morir pronto y yo estoy loco’’.
Fuimos a por el niño. Estaba desnudo. Entre todos lo vistieron. Yo pregunté que cuánto costaba. Entendí 25.000 dólares, pero lo habían vendido por 25. Pagué 26, agarré al niño y lo metí con gesto feo en la camioneta simulando ser un traficante. Ya dentro, y camino del hospital, el pequeño se orinó encima de miedo y empezó a gritar. Le confesé: ‘‘Tranquilo, soy sacerdote, te estoy rescatando, no tengas miedo. ¿Cómo te llamas?’’. Contestó: ‘‘Me llamo Manuel’’. Repliqué: ‘‘Manuel significa Dios está con nosotros. Si Dios está con nosotros, nadie puede estar contra nosotros. No te preocupes, porque no te va a pasar nada. Yo voy a dar mi vida por ti si hace falta’’. Cuando llegamos al hospital volvió a orinarse, y cuando el médico le pidió que se quitara la ropa para explorarle se quedó bloqueado, asustadísimo. Lo volví a abrazar: ‘‘Manuel, yo voy a dar mi vida por ti, Dios está con nosotros. Me miró con tanto cariño... Jamás había visto una mirada así. Realmente, vi la mirada de Dios, su sonrisa. Sentí que Dios estaba ahí, pidiendo auxilio. Lo cierto es que Manuel se curó, pero el problema no era sólo Manuel; el problema es que había muchos «Manueles». En ese momento me di cuenta de que estaba siendo muy tacaño con Dios».
A su vuelta a España, empezó su trabajo creando varias asociaciones con el fin de conseguir subvenciones que cubrieran, en un principio, los proyectos de San Salvador, y luego otros en Bogotá (Colombia), Tánger (Marruecos) y Beira (Mozambique), siempre al servicio de los niños en situaciones especialmente delicadas.
Fue en este contexto en el que decidió crear su propia obra en Puerto Maldonado, para lo cual cuenta con recursos aportados por el presidente del Real Madrid y propietario de ACS, Florentino Pérez, que ha donado una importante cantidad; y también por José Ramón de la Morena y «El Larguero», su programa. En Puerto Maldonado arranca a niños de la muerte, del tráfico, y luego arregla su situación legal –inscripción en el Registro Civil, partida de nacimiento y documento de identidad–, pues una vez que «el niño ya existe», no se puede traficar con él. También les consigue atención médica y escolarización, y a medida que pasa el tiempo, se van «curando las heridas del alma, hasta sentirse como una familia normal».
Su paso por la casa es transitorio, pues aunque sean una auténtica familia, es bueno que, ya sea una tía, una abuela o una hermana mayor, se hagan cargo de ellos con garantías. Otro de los grandes retos es la gestión de los horrores que estos pequeños han tenido que sufrir. «No intentamos que los niños bloqueen los recuerdos, como si aquello no hubiera ocurrido. Sucedió. Una máxima que orienta al Hogar Nazaret es que “el perdón nos reconcilia con nosotros mismos, nos libera” y que se aprende a amar amando». Eso es al menos lo que propone el padre Ignacio con resultados positivos: no hay resentimiento, sino amor. Tampoco recriminan a Dios su vida, mas aún, se sienten más cerca de él. «Qué bueno es Dios que me da esta oportunidad», añade el sacerdote, que cree que estos niños tienen mucho que enseñar a nuestra sociedad occidental. Sobre todo, resiliencia y perdón.
Historias dramáticas
Prácticas sadomasoquistas con pequeños
Entre todas las historias que ha vivido el padre Ignacio en Puerto Maldonado–y que se pueden leer en www.hogarnazaret.es– hay una inédita y que, como la de Manuel, marcó un antes y un después en su vida. Llevaba tan sólo unos meses en la casa de Perú, pero no podía aguantar la situación de dolor de los niños. Tanto, que se planteó volver a España. «No aguantaba más», confiesa. Lo tenía prácticamente decidido, cuando una noche llegó al hogar la Policía con el fiscal y un psicólogo. Traían un niño, según el psicólogo, «el caso más bestia» que había visto. Tenía cinco años, se llamaba Tareq y lo habían utilizado para prácticas sadomasoquistas con sangre. El niño estaba destrozado e iba a ser trasladado al departamento de Psiquiatría de un hospital en Lima, pero esa noche necesitaba un lugar donde dormir. «No sé si estoy preparado para algo así, pero si sólo es una noche...», aceptó el padre Doñoro. En el momento en que se fueron, cuenta el sacerdote, Tareq se puso a gritar: «Pasó media hora y pensé que ya se cansaría. Pasó una hora, dos, tres... Eran las dos de la mañana y ya no sabía qué hacer. Así que desperté a una señora que vendía helados y le compré uno de chocolate. Se lo metí en la boca y se calló. Bendito remedio». Pasó un día, dos, tres, una semana, y nadie vino a buscar a Tareq. «Me tuve que apañar como pude. Había noches en las que gritaba mucho, nos levantábamos, bebíamos agua y me abrazaba con mucha fuerza. Había estado en la zona de la minería ilegal y tenía la piel y el pelo quemado. Estaba hinchado por los parásitos». Seguían sin venir a por él, así que el misionero español le curó hasta que recobró su aspecto natural. «Llegó a ir al jardín de infancia. Recuerdo que una vez se me ocurrió llevarle cantando y bailando por la calle y le fascinó tanto que a partir de aquel día siempre lo hacíamos así. Se convirtió en un niño muy agradable, tenía mucho gancho», reconoce Doñoro. Pero seguían sin venir a por él, hasta que un día se presentaron en la casa miembros del poder judicial con la policía que le había traído en brazos. «Me preguntaron por Tareq y yo lo señalé. Volvieron a preguntar porque no se lo creían. Entonces, levanté la mirada y vi como la policía se echaba a llorar. Le preguntaron si quería ir con ellos a una casa más bonita o quedarse conmigo. Les dijo: «Me quedo, que le tengo que ayudar al padre, que estos niños son muy traviesos». «Me preguntaron qué había hecho. Confesé que sólo le había querido muchísimo, porque en él estaba Dios». Tareq vive ahora con una tía que se ha hecho cargo de él e Ignacio sigue con «este proyecto de Dios» gracias a su historia. De vez en cuando va a visitarles y el sacerdote cuenta siempre que «a Tareq le siguen gustando los helados de chocolate».
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