Inteligencia artificial
Ronald Purser, autor estadounidense: “La IA está destruyendo la universidad y el aprendizaje”
Un ensayo ha reabierto el debate sobre la deriva de la educación superior y el papel de la IA en su transformación más profunda en décadas
Casi en cualquier sociedad de Occidente, las universidades han sido terreno de disputa entre visiones enfrentadas sobre qué significa educar: formación cívica, ascenso social, entrenamiento laboral, cultivo intelectual. A esta tensión estructural se suma ahora la inteligencia artificial, una fuerza que está acelerando y redefiniendo cualquier conversación de la vida y, cómo no, también en la educación. En su reciente artículo publicado esta semana, Ronald Purser, académico y crítico de la mercantilización educativa, sostiene que la inteligencia artificial no solo está alterando la práctica docente, sino erosionando las bases mismas sobre las que se sostiene el aprendizaje universitario. Su denuncia es frontal: la IA no complementa la educación; la está vaciando desde dentro. Y lo hace, según Purser, en un momento de fragilidad institucional que facilita su avance.
El argumento de Purser: automatización, mercantilización y cinismo institucional
El texto de Purser mantiene un tono de alarma sostenida, alimentado por testimonios directos de campus públicos en crisis. La llegada de ChatGPT precipita una “carrera armamentística” entre estudiantes que buscan atajos y universidades que responden con más tecnologías punitivas. El resultado es un ecosistema educativo que, como él resume, se ha degradado a un teatro de simulaciones donde “los profesores simulan enseñar y los estudiantes simulan aprender”.
Purser conecta esta deriva con procesos de mayor recorrido histórico y socio-económico: la privatización, la presión financiera, el ascenso de los administradores y la subordinación de la misión educativa a la lógica de mercado. Retoma diagnósticos previos para mostrar que la crisis de la universidad precede a la IA, pero encuentra en ella su catalizador definitivo. La alianza de 17 millones de dólares entre la Universidad Estatal de California (CSU) y OpenAI ha sido el detonante de esta situación para el autor estadounidense y cristaliza esta tendencia: “millones para OpenAI, mientras que los despidos se destinan a profesores veteranos”, escribe. La ecuación habla sola.
Su denuncia es doble: por un lado, la IA se integra sin justificación pedagógica; por otro, desplaza precisamente a los programas capaces de estudiarla críticamente. Como señala citando a la profesora Martha Kenney: “No soy un ludita… pero debemos plantearnos preguntas cruciales sobre el impacto de la IA en la educación, el trabajo y la democracia”. Que esos programas se recorten mientras se impone el uso de ChatGPT es, para Purser, una contradicción política más que un error administrativo.
La IA como tecnología, no como herramienta: un cambio del entorno cognitivo
Otro eje de su argumento se apoya en Neil Postman y Peter Hershock: la distinción entre herramientas y tecnologías. Las primeras amplían capacidades humanas; las segundas rediseñan el entorno donde pensamos y tomamos decisiones. Con esta lectura crítica, Purser advierte que la IA no es “un bolígrafo más”, sino un sistema que reconfigura dinámicas de autoridad, autonomía y valor del esfuerzo.
Purser cita que, en manos de administradores seducidos por el discurso de la eficiencia, la IA conduce a la “optimización como nueva misión institucional”. Cuando enseñar se convierte en gestionar flujos de información generada por modelos, las prácticas intelectuales lentas: duda, investigación, conversación, ensayo, error, pasan a considerarse residuos improductivos. Esta es, quizá, la parte más filosóficamente contundente de su ensayo: la IA no destruye la universidad por accidente, sino porque la universidad llevaba años orientándose hacia aquello que la IA hace mejor que las personas.
El problema económico: ¿qué están pagando los estudiantes?
Aquí es donde el texto de Purser cruza el terreno ético con el económico. La automatización de tareas docentes plantea una cuestión central: si ChatGPT puede escribir ensayos, corregirlos, generar presentaciones y hasta responder exámenes, ¿qué es exactamente lo que se vende como experiencia educativa? Esta pregunta, que el economista Tyler Cowen reformula desde otro ángulo, adquiere un peso especial en contextos públicos donde las tasas de matrícula siguen siendo una barrera para millones de jóvenes.
Purser documenta casos que bordean la sátira, como el estudiante de Columbia que reconoce: “La IA escribió el 80% de todos los ensayos que entregué”, o los profesores que prohíben el uso de IA mientras la utilizan para preparar sus clases. Pero más allá de la anécdota, Purser apunta a una fractura estructural: los títulos universitarios corren el riesgo de perder valor si dejan de ser evidencia de aprendizaje real.
Purser además lo ejemplifica con el concepto de shit jobs ("trabajos de mierda") de David Graeber, que definía a aquellos oficios que no cumple una función real en la sociedad, por decirlo de una manera demasiado resumida. Esta preocupación aplicada al ámbito educativo coincide con diagnósticos previos como Academically Adrift (Arum & Roksa), que ya en 2011 señalaban que muchos estudiantes avanzaban en la carrera sin mejoras significativas en pensamiento crítico o razonamiento complejo.
El dilema ético: hacer trampa ya no es deshonestidad, es supervivencia
Purser dedica una sección extensa al fenómeno de la deshonestidad académica mediada por IA. Pero su tesis no es moralizante: insiste en que la trampa no debe entenderse como un defecto individual, sino como una respuesta a un sistema que convierte el aprendizaje en un filtro de alto riesgo. En sus palabras, “la educación se ha vuelto transaccional; hacer trampa se ha convertido en una estrategia de supervivencia”.
Aquí introduce un elemento clave que suele faltar en los debates públicos: la posición socioeconómica de los estudiantes. Para quienes dependen de becas, visas o empleos vinculados al rendimiento académico, competir sin usar IA puede ser interpretado como una desventaja injustificable. La ética, señala Purser, no puede reducirse a decisiones individuales cuando los incentivos institucionales empujan en dirección contraria.
Purser subraya un elemento sorprendente: la mayor resistencia a la implantación indiscriminada de la IA proviene de estudiantes de primera generación y de clase trabajadora. “Nuestros estudiantes tienen una motivación prosocial. Quieren contribuir”, cita de la antropóloga Martha Lincoln. Para ellos, aceptar la IA en el aula es aceptar pagar por un servicio cada vez más automatizado. Frente a la narrativa tecnoutópica, Purser revela un estudiantado que entiende que la calidad educativa no es solo un bien cultural, sino un derecho adquirido con esfuerzo económico. Purser ofrece un recordatorio contundente de que el aprendizaje auténtico es lento, costoso y a veces incómodo; precisamente por eso es insustituible.
El análisis final de Purser se alinea con diagnósticos como el de Bill Readings en The University in Ruins: la institución universitaria ya vivía una crisis de propósito. La IA, más que destruir la universidad, expone sus contradicciones acumuladas. Cuando Purser observa que “el futuro de la educación ya ha llegado, como una venta de liquidación de todo lo que alguna vez la hizo importante”, lo que describe no es solo un colapso tecnológico, sino un proyecto político: convertir la educación en infraestructura corporativa. Muchas veces a costa de la educación pública, como se está viviendo a no demasiada distancia geográfica.