
Opinión
El trastorno del poder
Los que buscan el poder desesperadamente ya vienen de fabrica con ciertos rasgos enfermizos

¿Qué pasa en el cerebro de los poderosos para que se trastornen? El neurólogo David Owen analizó el comportamiento de políticos como Roosevelt, Sharon, el sha de Irán, Bush, Blair y otros muchos, y concluyó que padecen una mezcla de no se sabe qué con narcisismo y trastorno bipolar, aunque existe, dice Owen, una posibilidad de cura. Y yo me pregunto, ¿qué es antes el huevo o la gallina? ¿Qué es ese no se sabe qué que hace que muchos busquen desesperadamente el cargo, la batuta, el coche oficial, la gorrilla?
Me voy a aventurar a dar mi opinión, que para eso les escribo. Pues bien, yo pienso que, salvando excepciones, los que buscan el poder desesperadamente ya vienen de fabrica con ciertos rasgos enfermizos. Véase complejo de inferioridad, impulsividad excesiva, necesidad insistente de aplauso, ego caníbal o empatía mínima, por poner un ejemplo. Aunque quizá todo sea fruto de un sentimiento de desamor atávico que intentan sanar con la venganza. Así que esos trepas cuando consiguen el mando lo gozan sin ética. Porque lo valen, coño, porque son superiores, porque el rival debe ser vencido, porque el lujo y las alabanzas son merecidas, porque los demás son mayormente gilipollas.
Eso hace que se alejen de la realidad sin remedio. Es muy gustoso mandar, te dan coche con chofer y hasta avión. También manjares, y todos te dicen cosas preciosas y desean llevarte a su lecho. Pero el mandatario no se da cuenta de que es mentira, y con su dedo regio intentará organizar el mundo a su irreal antojo. Es tan gustoso que crea adicción. Las cabezas adictas se aferran al cargo o pasan de uno a otro como equilibristas tarados. Saben que tienen palmeros sin los cuales no aguantarían ni un soplo. Esa es la desgracia, que consiguen callar bocas con premios o amenazas de castigo que cumplen. Y en sus manos quedamos, en las de presidentes de potencias económicas y en las del vigilante de la puerta del ministerio. En manos enajenadas que olvidan ser fugaces.
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