Pediatría
Una marca genética nos lleva a burlar la ley desde bebés
Las últimas investigaciones científicas demuestran que nacemos con una suerte de impronta genética que nos empuja a mentir, a robar o a ser violentos cuando entendemos que nuestra supervivencia está en juego. Ocurre desde el momento que nacemos.
Las últimas investigaciones científicas demuestran que nacemos con una suerte de impronta genética que nos empuja a mentir, a robar o a ser violentos cuando entendemos que nuestra supervivencia está en juego. Ocurre desde el momento que nacemos.
Un bebé de 12 meses estaría dispuesto a pactar con el diablo si la recompensa es suficientemente suculenta. Y, a esas edades, las buenas ofertas se miden en pegatinas o en galletas de chocolate.
Arber Tasimi es un psicólogo del Centro para Estudios de la Infancia de la Universidad de Yale que trabaja desde hace años investigando el comportamiento moral de los niños más pequeños. ¿A qué edad nacen los conceptos de bien y de mal? ¿Cuándo empezamos a mentir? ¿Desde cuándo se nos puede sobornar? ¿Somos corruptos de nacimiento?
Tasimi y su equipo han diseñado un curioso experimento para empezar a responder a algunas de estas preguntas. Se seleccionó a un grupo de niños de entre cinco y ocho años para presentarles dos personajes de ficción mediante marionetas. Uno de ellos tenía la apariencia de una buena persona y el otro fue presentado como un villano poco de fiar. Ambos personajes les iban a regalar pegatinas. En todo momento, el personaje malvado ofrecía más pegatinas que el bondadoso.
Cuando la diferencia de pegatinas era pequeña, los niños tendían a aceptar el regalo del personaje bueno (aunque el premio fuera menor). Pero las cosas cambiaron cuando la oferta del malvado comenzaba a ser demasiado suculenta. En ese caso, los pequeños empezaban a traicionar sus principios y a aceptar iniciar una amistad con el «diablo». Al parecer, existe un precio para comprar la voluntad de los pequeñajos: 16 pegatinas. Si la oferta del malvado excedía en esa cantidad a la del bondadoso, los niños lo tenían claro... aceptaban.
¿A qué edad empieza a aparecer esta tendencia a sucumbir al soborno? En otro experimento, Aber Tasimi encontró la respuesta. Volvieron a utilizar marionetas para interactuar con niños de 12 y 13 meses. Se simulaba que estas marionetas (una bondadosa y otra villana) trataban de abrir una caja transparente con un juguete dentro, pero no podían hacerlo. Luego se pedía ayuda a los bebés. El personaje bondadoso ofrecía una galleta a cambio de ayuda y el villano, dos. Los niños ayudaban al bueno. La oferta del villano iba subiendo. Dos galletas, tres, cuatro... mientras que el personaje bondadoso no aumentaba su «salario». La fidelidad se mantenía hasta llegar a ocho galletas: ésa es la cantidad que empieza a hacer tambalearse las convicciones de los bebés. Por ocho galletas de chocolate ayudaban al «malo» a abrir la caja.
Parece que la vieja idea de que los humanos venimos a este mundo como adorables e inmaculadas criaturas sin maldad podría tambalearse. A la luz de este tipo de experimentos, bien podría decirse que la semilla de la corrupción anida en nosotros mucho antes de lo que pensábamos. De hecho, puede que nazcamos con una suerte de impronta genética que nos empuja a mentir, a robar o a ser violentos cuando entendemos que nuestra supervivencia está en juego.
Algunos estudios realizados con imágenes de resonancia magnética dentro del vientre de mujeres embarazadas han mostrado que el entorno plácido del útero materno también puede ser un campo de batalla. Se ha visto a parejas de gemelos realizando movimientos que sugieren que están luchando por mantener el espacio o encontrar el lugar más cómodo. Nada de la fraternal e idílica imagen que todos tenemos en la mente de los hermanitos abrazados en el calor de la placenta.
Puede que no exista una tendencia innata a dejarse corromper o a usar la mentira como estrategia. Pero sí parece demostrado que desde la más tierna infancia somos conscientes de que esa posibilidad existe.
En la Universidad de Toronto, el doctor Kang Lee, experto en neurología, ha sido capaz de medir el peso de la mentira en las decisiones de los bebés. Uno de sus experimentos consistía en pedir a niños pequeños que se sentaran frente a un juguete pero que no lo tocaran. Luego se los dejaba solos en la habitación. Pasado un tiempo, se volvía a entrar y se les preguntaba si habían tocado el juguete. Hasta los dos años de edad los pequeños son incapaces de mentir y confiesan «su delito». A partir de los dos años, uno de cada cinco niños puede tocar el juguete y luego decir que no lo ha hecho. A partir de los tres años, el 90 por ciento de los chicos miente. A los 12 años todos engañan.
Lo más sorprendente del estudio es que aquellos que se inician en la mentira a edades más tempranas terminan teniendo un mayor desarrollo intelectual. O la corrupción es patrimonio de los inteligentes o, al contrario, desarrollar las dotes de mentir ayuda a aumentar otras habilidades cognitivas.
La lucha entre el bien el mal, entre la rectitud y la corrupción, está presente en nuestras vidas desde que podemos comunicarnos con el resto del mundo. Se ha demostrado que hasta los dos o tres años de edad los bebés siempre se ponen del lado del «bueno» en las películas o en las obras de guiñol. Tendemos a identificarnos con la rectitud y la bondad. Pero cuando crecemos (a partir de los cuatro o cinco años) esta identificación empieza a matizarse. Por ejemplo, los niños a partir de esa edad pueden empezar a apoyar al «malo de la película» si lo identifican como alguien de su grupo: si viste como ellos, tiene los mismos gustos o es de su raza. Tendemos a perdonar más los desmanes de un personaje si «es de los nuestros». Los expertos creen que esta tendencia innata está en la base de comportamientos corruptos como el nepotismo, la prevaricación o el simple hecho de que juzguemos de manera diferente un delito si lo ha cometido un futbolista de nuestro equipo o uno del equipo rival.
Sin embargo, desde los seis meses ya se tiene capacidad de diferenciar y castigar un acto de latrocinio. En esa fase del desarrollo, los menores se enfadan si ven a una marioneta robando a otra una pelota, por ejemplo. Pero no está claro cuándo comienza a establecerse el sentido de propiedad material y cómo este sentimiento influye en nuestra tendencia a dejarnos corromper. Los niños suelen aprender antes a decir «mío» que a decir «yo», pero su concepción de la palabra «mío» cambia con el tiempo. Hasta los dos años, algo es nuestro porque lo queremos. A partir de esa edad empieza a ser nuestro porque lo «tenemos». Un niño de dos años puede decir «mío» para expresar que quiere un juguete que no tiene al alcance. Un niño mayor de esa edad sabe perfectamente que esa palabra denota posesión.
Esta diferencia es importante. Se ha descubierto que a partir de que surge el sentimiento de posesión los pequeños sienten más gratificación cuando dan algo que cuando lo reciben. Existe cierta tendencia a reconocer la generosidad como un acto satisfactorio. Pero esa tendencia termina por deteriorarse. ¿Cuándo?
Los datos científicos parecen demostrar que mucho antes de lo que pensamos. De hecho, la tendencia a la trampa es universal. Cada uno de nosotros tiene su umbral de aceptación de la corrupción. Podemos aceptar no pagar el IVA de una factura, tratar de engañar al alcoholímetro o colarnos en el carril VAO de la autopista... Otros son capaces de vivir con un umbral de corrupción más laxo.
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