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Toros

Una fiera y siete cobardes

Roca Rey en imagen de archivo
Roca Rey en imagen de archivolarazon

La plaza se derramó de público a la llamada de Morante -tras su mini despedida-; de Roca Rey -el más taquillero del escalafón-; y de Juan José Padilla, quien pisó por última vez con su pañuelo corsario el albero de la Maestranza. El AVE llegó abarrotado de la puerta de Atocha y a las seis menos cinco de la tarde los reventas -muchos- se debatían entre seguir comprando entradas para redondear el negocio o soltar la mosca. Me consta que alguno siguió apostando a la ruleta hasta acabar perdiendo como aquel jugador enfermo que Stefan Zweig sitúa en una infausta noche de ambición en Montecarlo. Sin cámaras, era de esos días en los que los taurinos viejos empeñaban el colchón. Se abrió el paseíllo y el ambiente no era del otoñal San Miguel sino de Farolillos: la gente arracimada en las bocanas de entrada, las chaquetas, las corbatas, los abanicos batiendo a la sexta marcha. La plaza vomitaba lava como un volcán. Había que estar. Pero ya sabemos que los toros no son ni como el fútbol ni como el cine ni como el teatro. Aquí Dios dispone y el toro (muchas veces) descompone. Tampoco hay que olvidar un pequeño detalle: cuando se muere, en una plaza se muere de verdad. La entrega del público que sacó a Padilla a saludar antes de que saltara el primero de la tarde se fue tornando en hostilidad a medida que los torillos de Matilla huían cobardemente camino de chiqueros. Con el primero tragaron, con el segundo también pero cuando el tercero salió de naja en dirección a toriles después de que Roca Rey se lo pasara de rodillas por la espalda aquello explotó. Sobresalió en el coro del tendido alto del ocho un notable del canto gregoriano: “¡Rateroooooo!”. Las palmas tocaron a decepción. Padilla se llevó en el petate pirata una cariñosa oreja de despedida. La oreja de ley fue la de Roca Rey en el sexto bis -seis más uno-, arrancada con ambición ferina: la fiera esta vez llevaba espada y muleta. Una mierda de toro que no merecía tanto derroche de entrepierna. De la quema se salvan también las verónicas juncales de Morante en el quinto y la media anudada a la cintura con el broche de oro de Belmonte. El resto fue un contradiós. ¿Habrá mayor contradiós que un torero corriendo detrás de un toro?