
Comunicación
Chicho: la televisión eras tú
Creó escuela con “Historias para no dormir” y “Un, dos, tres... responda otra vez”

No ha necesitado que viniese la parca ni para rescatarle del olvido ni para que se hablase bien de él. Cualquiera que ame el medio sabía y reconocía que Chicho Ibáñez Serrador llegó a la televisión patria para darle la vuelta como un calcetín con propuestas de calidad que los espectadores nunca habían visto. De ahí que, desde sus inicios, abriéramos los ojos como platos ante cualquiera de sus programas. Ibáñez Serrador era un innovador en el sentido más noble de palabra: nada en su trayectoria fue artificioso, no buscaba epatar a nadie con programas o series, antes se llamaban de otra forma, más efectistas y vacuas que consistentes. Era un circo de tres pistas sin que se diese pisto. El uruguayo llegó a TVE en 1963 para ponerla patas arriba. Primero adaptando clásicos de la literatura universal para “Estudio 3”. Rápidamente, se dio cuenta que lo que más funcionaba era la temática de terror. Él, ávido lector de Edgar Allan Poe y Ray Bradbury, entre otros tantos, creó de la nada “Historias para no dormir” (1966), un soplo de aire fresco –pero enfermizo y asfixiante por su temática– que provocó el insomnio de millones de espectadores con sus historias de terror con aire victoriano. Para empezar a alterar el ecosistema televisivo empezó a rodar con cámaras de cine. Uno de los episodios que más se recuerdan es “El asfalto”. En él contó como protagonista con su aliado más fiel, su padre, Narciso Ibáñez Menta, Joaquín Dicenta y una jovencísima Fiorella Faltoyano. En él, un caballero con la pierna enyesada camina por la gran ciudad durante un día caluroso de verano. El sol derrite el pavimento hasta el punto de que se queda adherido a una mancha de asfalto, sin ser capaz de despegarse y sin que nadie le ayude. En este capítulo ahondó en el terror psicológico y cotidiano, en una situación que le podría pasar a cualquier espectador. Se podría decir que era el anticipo de “La cabina”, de Antonio Mercero. Ibáñez Serrador contribuyó mucho a que muchas mujeres alzaran las colchas de la cama para ver si había alguien debajo, a cerrar con llave la puerta. En el caso de muchos niños, como fue mi caso, la sintonía ya nos ponía en alerta. “Historias para no dormir” fue un divertimento sofisticado.
En 1967 cambió de registro para ofrecer “Historias de la frivolidad”, una obra maestra de la televisión en España. Burló a la censura al narrar, desde la ironía, la historia del erotismo. Aún están registrados en la memoria los decorados, con dibujos de Antonio Mingote, la canción de cabecera y las interpretaciones de Irene Gutiérrez Caba, Rafaela Aparicio, Lola Gaos, Pilar Múñoz y Margot Cottens. ¡Pedazo de reparto, señores!
Creador al que no se le caían los anillos por abordar diferentes géneros, en 1972 revolucionó los concursos con “Un, dos, tres... responda otra vez”. ¿Cómo no acordarse en estos momentos de Ruperta, don Cicuta, los presentadores Kiko Ledgard, Mayra Gómez Kemp, Jordi Estadella y Luis Roderas, y las azafatas con enormes gafas entre las que estuvieron Victoria Abril, Paula Vázquez y Nina? ¿Y ese premio final entre un coche o un apartamento en Torrevieja que por aquel entonces era lo más de lo más? El programa descubrió a muchos cómicos: Raúl Sender, Bigote Arrocet, Manolo Royo, Fedra Lorente, Ángel Garó, Beatriz Carvajal, Arévalo, Juanito Navarro, Pepe Viyuela y tantos otros. Duraba hasta las tantas pero era un concurso dinámico en el que la cultura importaba mucho. Entre 1972 y 2004 se realizaron 411 entregas.
Con esa inteligencia privilegiada y su innato respeto al espectador, en 1990 decidió que la audiencia se merecía un programa de sexo que no fuese sensacionalista. Ese año estreno “Hablemos de sexo”. Presentado por Elena Ochoa, ahora esposa del arquitecto Norman Foster y directora de “Ivorypress”, el programa se convirtió en un fenómeno social porque se hablaba con rigor de los preservativos, la masturbación o las fantasías sexuales. Los espectadores, aún mojigatos y tímidos, o eso parecía, les entraba la risa floja ante temas que nunca habían hablado en público. En 1983 llegó otro concurso sobre el mundo animal: “Waku Waku”, que triunfó como casi todo lo que hacía. Fue él último de sus grandes programas. La televisión no le retiró, fue él el que lo hizo. Exigente, perfeccionista, aún resuenan en los platós de Prado del Rey sus chillidos cuando una toma no había salido bien o un actor se salía de la marca. Fue un pequeño dictador en su trabajo, pero nadie se quejó; al revés, le admiraban porque su nivel de exigencia era directamente proporcional a su calidad humana cuando se apaciguaba.
Ganó muchos premios nacionales e internacionales, lo que logró dar visibilidad a TVE en los tiempos de la dictadura. Pero la cantidad de galardones no sustituyen al mejor premio que tuvo: la fidelidad y el cariño de la audiencia ante un gigante de la televisión que confiaba en su inteligencia, algo que escasea en estos tiempos.
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