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Fin de la partida

No es ni mucho menos ni tan catastrófico ni tan absurdo como algunos fans aseguraban sino bastante coherente, un poco decepcionante y previsible

Tyrion Lannister
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No ser un fan entregado de «Juego de tronos» tiene sus ventajas. Por ejemplo, y no es poco, ahorrarse todos los sufrimientos que han embargado los corazones de sus seguidores durante su octava y última temporada, que acaba de concluir de forma insatisfactoria para la mayoría, como concluye todo en esta vida. Y es que aunque he leído la mayor parte de la obra de George R. R. Martin, nunca he leído ni una línea de «Canción de Hielo y Fuego» porque, verán, a pesar de ser crítico de cine y cultura..., tengo una vida. Una vida que me ha enseñado que las series que duran demasiado siempre degeneran, poco o mucho, y, la verdad, ésta ha degenerado relativamente bien, sin caer en la abyección de, por ejemplo, «Perdidos» y «The Walking Dead». Igualmente, he visto la mayoría de episodios de la serie de forma un tanto aleatoria y según impulsos, así que ruego el perdón real y magnánimo de todos aquellos que al leer mi opinión respecto a su final piensen –con toda la razón– que no tengo demasiado apego ni por la serie ni por sus personajes, especialmente cuando los mejores y más interesantes ya murieron hace tiempo, y quizá por lo tanto no debería hablar de ella. Pero en eso, se equivocan: los Siete Reinos son viejos conocidos míos, porque durante muchos más años de los que ha durado la serie –y durarán las novelas, sus «spin-offs» y secuelas- he leído incontables novelas de fantasía épica adulta, desde Moorcock, Donaldson, Leiber, Gene Wolfe, Zelazny o Silverberg a Marion Zimmer Bradley, Ursula Le Guin, Andre Norton, Anne McCaffrey y decenas más, además de haber disfrutado también y mucho con las intrigas históricas de Robert Louis Stevenson y «La flecha negra» (situadas en mitad de la guerra entre los Lancaster y los York... Lancaster y York... ¿Lo pillan?), o con la saga de Los reyes malditos de Maurice Druon, con sus templarios, sus Capetos y su Casa de Valois, por citar dos ejemplos sin duda bien conocidos por Martin. Creo que esto me da cierto derecho a molestar a los fanáticos de «Juego de tronos» y, en especial, a aquellos que no tienen otra causa que defender y para la que reunir firmas que pedir a la HBO que vuelva a rodar completa la temporada final de su serie estrella, ridícula «boutade» que sólo implica lo lejos que ha llegado el ejercicio del freakismo involuntario en el mundo entero, gracias en buena parte a las redes sociales, y cómo hoy día ser fan de «Juego de tronos» –o de «Star Wars» o de los superhéroes- no es cosas de auténticos freaks, sino puro populismo «mainstream». Pronto el verdadero freak será quien no viva a tiempo completo en universos de ficción como los creados por Martin, George Lucas, la Marvel –hoy Disney– o la D. C., prefiriendo alternarlos con otros menos a la moda o incluso ignorarlos olímpicamente.

Sea como sea, dejaré ya de marear el dragón: el final de «Juego de tronos», sin ser gran cosa, no es ni mucho menos tan catastrófico ni tan absurdo como algunos fans aseguran –ojo: no todos, ni mucho menos–, sino bastante coherente, un poco decepcionante y tremendamente previsible... Sobre todo porque los «spoilers» acertados menudeaban ya por internet como caminantes blancos sin escrúpulo alguno. Tengo la impresión de que cierto sector del público se siente molesto porque al final Daenerys no resultó la gran mujer empoderada que deseaban, pero, en realidad, no es así: de hecho, se empoderó y mucho, al estilo de Catalina la Grande o Elizabeth Báthory, otras aristócratas empoderadas porque, como reza el dicho, el empoderamiento absoluto corrompe absolutamente. En realidad, la sosa y vulgar Targaryan apuntaba maneras desde tiempo atrás, y sólo ha tenido algo de encanto y glamour al volverse completamente loca y tiránica y salirle fastuosas y mucilaginosas alas de dragón a la espalda.

Nieve: un romántico regicida

En cuanto al no menos tristón Jon Nieve –que jamás debió resucitar de entre los muertos–, no merece menos que el destierro si bien es precisamente su gesto de romántico regicida el único que le redime un poco. Hay que reconocer, sin embargo, que, en efecto, «Juego de Tronos» no ha terminado del todo al gusto liberal, progre e inclusivo: no sólo la rubia lista estaba loca, sino que su lugarteniente de piel oscura se comportó también de forma poco ejemplar en la batalla final, convirtiéndola en masacre y asesinato a sangre fría –o caliente, mejor dicho–. ¿Dejarán los neomarxistas de apoyar «Juego de tronos» como serie insignia? No deberían, al fin y al cabo acaba con la institución de una suerte de monarquía parlamentaria y un chiste sobre la democracia, que parece más apropiado que seguir con al absolutismo más bien poco ilustrado de una tiranía totalitaria sobre el Trono de Hierro.

En definitiva, si hasta alguien como Stephen King, que de alargar inútilmente las historias y darles finales decepcionantes algo sabe, ha quedado más o menos contento con la última temporada de la serie, ¿quiénes somos nosotros, humildes mortales, para llevarle la contraria?