Viajes
Un laberinto de culturas en Medinaceli
A poco más de una hora de Madrid, esta villa histórica se muestra como uno de los mejores destinos para empezar este año
La calzada romana que sube hasta Medinaceli todavía puede verse a un lado de la moderna carretera de asfalto. Como una escalera hacia las nubes, asciende la calzada el cerro inexpugnable de la villa, coloreada de piedra y enredada con malas hierbas que crecen cada primavera rebeldes entre sus huecos. Es una visión fugaz, sin embargo. La carretera de asfalto ruge implacable a su lado y continúa la subida haciendo zigzag, escondiendo el vehículo al castillo de la villa durante el máximo tiempo posible, antes de que nos abalancemos con las garras por delante para conquistar las ruinas que quedan hoy. Lenguas de viento lamen el cerro que levanta, parecido a una palma enorme y estirada, la villa histórica de Medinaceli. Hacen de cortacésped desde hace miles de años, desde antes de que los pisotearan las sandalias curtidas de los legionarios romanos. Se muestra estricto, este viento, cuando no permite que un solo hierbajo se levante más de tres palmos sobre el suelo.
Toda localidad encantada tiene su hogar en lo alto de una colina: Grazalema, Cuenca, Arcos de la Frontera, Toledo y ahora Medinaceli, también encantada, mágica, fantástica, cuyo viento incansable ha moldeado hasta transformarla en un extraordinario laberinto de culturas.
Celtíberos y romanos
Todos conocemos la historia de Numancia. Se trataba de un pequeño asentamiento celtíbero situado en la actual provincia de Soria. No era demasiado grande, tampoco muy importante para los intereses de nadie, pero tremendamente obcecado a la hora de resistirse al invasor. Es lo más próximo que podemos encontrar a la aldea de Astérix y Obélix en la vida real. Sabemos que mandaron una legión de Roma tras otra para conquistarla, hasta que sus habitantes, medio locos y medio espectaculares por su valentía, se suicidaron en masa antes de permitirse caer en las manos de los romanos. Y resulta imprescindible, a la hora de rastrear con olfato atento los hilos conductores de la historia, atar estos hilos hasta conformar una red resistente y correctamente conectada, así entenderemos cada entresijo que se nos pudo haber escapado. Cogemos un hilo de color rojo que sobresale de las ruinas de Numancia y lo arrastramos carretera abajo, hasta Medinaceli, y allí lo unimos con otro hilo de color azul.
Esto sería porque los romanos utilizaron Medinaceli - Okilis que ellos la llamaban - como campamento base para lanzar sus ofensivas contra Numancia. Medinaceli es hoy es una localidad reducida al espacio de su cerro; hace 2.200 años participó en un cambio de calendario de lo más curioso. Mientras que el año oficial en Roma comenzaba con los Idus de marzo, este tuvo que cambiarse a las Kalendas de enero, con el fin de permitir que los cónsules recién nombrados pudieran hacerse cargo de los ejércitos desde el inicio de las campañas militares en Hispania. Así comienza nuestro año en enero, en lugar de marzo, para nosotros y prácticamente para el mundo entero. Gracias a una porción de tierra que hoy llaman Soria, incluyendo Medinaceli.
Los romanos hicieron sus virguerías en Medinaceli, como era habitual en ellos. Construyeron esa calzada que vimos hundirse desde nuestra carretera, explotaron las salinas de los alrededores (evaporando el agua salada para quedarse únicamente con la sal) y construyeron, rozando el siglo I, una poderosa muralla que garantizase la protección de la villa. De la muralla queda lo que la calzada. Muros que parecieron derretirse por el calor del sol, o derrotarse por la insistencia del viento, mientras su puerta de entrada se mantiene milagrosamente erguida. Apenas restaurada.
Musulmanes y cristianos
Todo ideal viene acompañado de un contrario. Si no fuera así, no tendría sentido escoger un ideal u otro. Medinaceli lo sabe porque fue conquistada por los musulmanes (que la nombraron Madinat Salim) y se transformó en tierra de frontera en los continuos combates contra los cristianos. Luego la recuperaron los cristianos y se convirtió en tierra de frontera entre los castellanos y los aragoneses. Y la tierra de frontera es el escenario preferido de las leyendas. Dicen que Almanzor, el temible caudillo algecireño, fue traído hasta aquí tras ser herido en la batalla de Calatañazor, dicen que murió aquí y fue enterrado aquí, en algún lugar del pequeño cerro. El Cid Campeador también trotó a Babieca por las cuestas empinadas de la calzada, o eso asegura su Cantar. Alfonso I de Aragón, apodado el Batallador. Álvaro de Luna. Juan II de Castilla. Los Reyes Católicos.
Debe entenderse que Medinaceli, además de resultar útil por sus salinas que también explotaron los musulmanes, se trata de un punto estratégico de vital importancia para desplazar a los ejércitos hacia el norte o sur peninsular. Quiero que el lector lo piense, como si fuera un general castellano a punto de tomar la villa. Esta se encuentra en lo alto de su cerro, aparentemente inexpugnable, con una visión periférica del entorno que podría hacer envidiar a los ojos del halcón. Al este se sitúa una segunda colina. Así se crea un desfiladero utilísimo desde el que vigilar, frenar y masacrar a cualquier ejército enemigo.
El interior de la villa, por otro lado, es puro laberinto figurativo. La posición de Medinaceli a merced de los cuatro señores del viento obligó a sus primeros habitantes a ingeniar los métodos adecuados para que ese viento no les lanzase a volar, y así conformaron las callejuelas de piedra para crear una suerte de embrujo capaz de frenar al propio viento. Y es prodigioso, incluso para el incrédulo de la magia. Las casas y los muros suponen un pequeño laberinto sin sentido aparente, ya se ha dicho, y el viento no tiene otra opción que estrellarse contra los muros, dar la vuelta para buscar una salida, perderse, agotarse, zigzaguear tembloroso por callejas cada vez más intrincadas y estrechas. Hasta derrotarse y desplomarse allí, en el mismo suelo. Es asombroso, estrambótico, extraordinario, porque los de Medinaceli han conseguido encontrar la manera de controlar a los cuatro señores del viento.
Qué ver hoy, sin perder la esencia
El primer objetivo para el viajero está claro. No hay que hacer como el viento que corre sin pensarlo hacia cualquier parte, sino relajarse, calmarse, y pasear con las manos echadas a la espalda por entre el laberinto de piedra. Así encontrará, en el centro mismo de la Plaza de la Cárcel, una curiosa casa que se colocó aquí para hacer de cortavientos. El truco es ingenioso. La posición de esta pequeña casa permite cortar cualquier viento que entre en la plaza, así evitará que consiga su camino molestando a los vecinos.
Crecen multitud de enredaderas en cualquier esquina, rebeldes como lo son todas, y las vistas que pueden conseguirse a los bordes del cerro sobre el que se sitúa Medinaceli son comparables a los de cualquier otro lugar asombroso y lejano y exótico que nos enseñaron las redes sociales. Unas vistas que diez siglos atrás se observaban con la espalda tensa, la lanza preparada para arrojarla, pero que hoy la vida nos permite disfrutar sin armas de ningún tipo e incluso olvidando las preocupaciones por unos minutos. Buena época para vivir nos ha tocado, si es la mejor para disfrutar de los encantos de Medinaceli. Por ejemplo el castillo que antes se utilizaba para hacer la guerra y practicar cualquier tipo de violencia, hoy ha transmutado curiosamente su cometido y hace de cementerio municipal, en el que puede ser uno de los camposantos más bellos, más originales e históricos de nuestro país.
Tampoco puede uno perderse el bellísimo Palacio Ducal de Medinaceli, construido con un claro estilo renacentista y declarado Bien de Interés Cultural en 1979. Hoy se gestiona bajo el nombre de Medinaceli Dearte, entre las experimentadas manos del galerista Miguel Tugores. El visitante podrá mordisquear aquí unos bocaditos de cultura, al pasear (ya lo sabemos, reposados, con las manos echadas a la espalda) entre las exposiciones temporales que resaltan con agradable concordia en torno al patio interior del Palacio. Además de poder contemplar los mosaicos romanos que se exponen en una de sus salas, de exquisito gusto aunque ya tengan más de 2.000 años, o participar en cualquiera de las jornadas de ópera, teatro y música que se organizan aquí periódicamente.
Y ya para rematar, la comida, un placer que debemos casi en exclusiva al paladar: mi recomendación es buscar el Asador de la Villa El Granero y pedir sin que nos tiemble la voz su excelente lechazo, antes de regarlo con uno de sus vinos. Y mejor será prepararse, porque con la cuenta viene, por una vez, una sorpresa agradable: endulzan el pago regalando a los comensales una generosa tableta de chocolate negro con naranja. Que yo me terminé de comer ayer y estaba estupenda.
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