Cabo Verde
Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Cabo Verde, un archipiélago de contrastes
En el puerto de Mindelo, los taxistas abordan a los escasos turistas ofreciéndoles excursiones por la isla. Elegimos una furgoneta descubierta con unos bancos de madera por asiento que me recordaba a las carriolas del Rocío para dar una vuelta por la isla. Además del taxi, la forma de transporte más utilizada es el aluguer, vehículos tipo van que se alquilan colectivamente, que hacen las veces de autobuses de línea y son muy económicos.
São Vicente es una isla relativamente plana en la que destaca con sus casi ochocientos metros de altitud el Monte Verde, un área de indudable belleza y protegida. Una carretera sinuosa y empedrada conduce a este paraje natural que ofrece, cuando no está cubierto de nubes, espectaculares vistas de toda la isla. Durante el ascenso fuimos parando en estratégicos miradores para obtener panorámicas impresionantes que se extienden más allá de la ciudad y su puerto hasta divisar la Baía das Gatas y Praia Grande. Durante el camino, es frecuente encontrarse con lugareños que hacen auto stop y aprovechan la buena disposición de turistas y nativos para sus desplazamientos, lo que te permite entrar en contacto con la gente de la isla. A medida que subíamos la montaña, empecé a arrepentirme de haber cogido aquel taxi, no sólo por el infernal traqueteo sino también porque la temperatura empezó a descender a medida que aumentaba el viento y alcanzamos la cima de la montaña.
La aridez de estas tierras sorprende al viajero llamado a engaño por el nombre que recibe esta elevación: Monte Verde. Es tan rara la flora y la fauna que cualquier muestra de vegetación se reduce a algunos cactus, maleza y a pequeñas huertas o zonas de siembra. El paisaje es volcánico y desértico pero de indudable belleza.
Descendemos hacia la costa para admirar sus playas. La más conocida es Praia Grande, la playa situada a continuación de la Bahía das gatas. En un momento dado, la carretera se bifurca y nosotros optamos por dirigirnos a Salamansa, un pequeño pueblo de pescadores situado en la costa norte de la isla de Sao Vicente, a unos 5 km al noreste del centro de la ciudad de Mindelo. Paramos a tomar una cerveza en un chiringuito en la playa dónde hay una pequeña escuela de Kitesurf. Nos hacemos una fotos y se nos acerca Dani, un niño precioso de unos siete años que vende collares realizados con conchas y caracolas para ayudar a su familia. Nos cuenta que las caracolas las coge su padre que es pescador y que su hermana y él hacen los collares con las conchas que encuentran en la playa.
Nuestro chófer nos apremia y dejamos la playa para tomar la carretera nueva de la costa en dirección a Calhau, otro pueblecito de pescadores situado a la falda de un volcán. La carretera, sigue paralela a Praia Grande, la impresionante playa de arena dorada que se extiende desde la Bahía das Gatas hasta Calhau. El recorrido hasta el pueblecito al que nos dirigíamos ofrece un paisaje casi lunar, desértico y cautivador.
Hicimos una breve parada en Calhau para hacer unas fotos junto a la Casa do Pescador. En sus inmediaciones, y sobre la playa, hay decenas de barquitos de madera de colores con los que los pescadores de la zona capturan marisco, sobre todo langosta, y algunos pescados pequeños típicos de la isla.
De vuelta a Mindelo, encontramos en la carretera a una mujer con una niña de poco más de un año a la espalda. Dijimos a José, nuestro chófer que parara a recogerla. La mujer nos agradeció el gesto y Raquel llevó en brazos a la pequeña durante el resto del viaje. La bebé nos miraba curiosa con sus grandes ojos negros sin extrañarnos. La dejamos en la entrada de Mindelo, junto al mercado, al que se dirigía para hacer unas compras. Nosotros nos fuimos al puerto, dónde nos esperaba el Comandante Máximo que había preferido quedarse en el Delizia. Esa noche cenamos en un restaurante de la ciudad sucumbiendo ante la exquisitez de la gastronomía criolla y sus deliciosas langostas.
Preguntamos en el restaurante dónde podíamos ir a tomar una copa después de cenar y nos indicaron un par de sitios. Cuando llegamos nos dimos cuenta de que eran bares de turistas y nos alejamos de allí buscando un sitio más auténtico, dónde disfrutar de la música caboverdiana y del ritmo nativo. No fue difícil. En Mindelo, la música te sorprende a cada paso cuando cae la noche.
La gente se amontona en el exterior del Laginha Bar, un concurrido bar de los muchos que hay en la playa de Laginha, la playa urbana de Mindelo. A pesar de que no entra ya ni un alfiler, nos colamos en su interior. No hay ni una mesa libre así que nos dirigimos a la barra a pedir una copa. Las paredes del bar están pintadas con tablas de surf de colores y al fondo, en el escenario, pegado a la barra, está la banda. Entre sillas de plástico se hace hueco para improvisar una pequeña pista de baile, y un par de parejas bailan agarradas al son de la música. Una mujer de avanzada edad y en estado ebrio baila con un joven mulato que, a duras penas, trata de evitar que se derrumbe. Son los estragos del grogue, la bebida autóctona y más consumida de la isla, y la causa de la alta tasa de alcoholismo de los isleños.
Raquel se deja llevar por la música pero no se atreve a pisar la pista. Su peculiar forma de bailar consigue captar la atención de los caboverdianos, granjeándonos su simpatía. Así, a los pocos minutos de nuestra llegada, ya nos invitan a sentarnos en una mesa dónde nos ofrecen grogue y pescado frito que no podemos rechazar. Nos enseñan su curiosa y cariñosa forma de saludarse en la que chocan sus puños y después llevan su mano al corazón, golpeándolo suavemente y se preguntan como están.
Después de un buen rato charlando con ellos, aparece por el local un grupo de turistas en el que destaca una chica rubia que baila como los ángeles. Hay algunos franceses y también una española que forman parte de tripulaciones que, como nosotros, han recalado en Mindelo en su travesía al Caribe. Dejamos a Raquel en compañía de sus nuevos amigos y nos vamos a dormir ya que, al día siguiente, tenemos previsto coger un barco a las siete de la mañana para ir a la cercana isla de Santo Antao.
Santo Antāo, la única isla verde de Caboverde
Nos levantamos al alba lo que nos permite disfrutar de un maravilloso amanecer en la bahía de Mindelo mientras navegamos en el dinghy al muelle desde el que parte el único ferry a Santo Antao. Raquel, que se ha acostado tarde, no nos acompaña en esta excursión.
El transbordador cruza el canal que separa las islas dos veces al día llevando hasta 450 pasajeros, además de coches y mercancías. La travesía que une el puerto de Mindelo con el de Porto Novo dura unos 50 minutos, el tiempo de tomar un par de cafés en la cafetería del Ferry, el lugar perfecto para resguardarse del fuerte viento que sopla nada más rebasar el espigón del puerto.
La isla de Santo Antāo es la segunda más grande del archipiélago aunque no está muy habitada. En ella se cultiva café y se produce el Groghe. Su parte norte es escarpada mientras que el sur es más árido y desértico. Entre ambas zonas, hay una afilada cordillera cuya cima más alta es el “Tope de Coroa”, el segundo pico más alto de Cabo Verde con casi dos mil metros de altitud. En esa linea divisoria destaca la “Cova”, un extinto volcán del que todavía pueden apreciarse las verticales paredes del cráter. En sus profundos barrancos, campos de lava se han convertido en auténticos vergeles dónde pequeñas aldeas resisten a la verticalidad.
La isla es un paraíso para los amantes del senderismo. Apenas hay mapas pero la amabilidad de sus gentes suple la falta de información sobre las rutas más interesantes de la isla para quienes deseen adentrase en ella. Entre las más visitadas está la que recorre el Valle de Paul que bordea el Cráter da Cova, una caldera volcánica repleta de parcelas de cultivo.
Nosotros optamos por tomar en esta ocasión un aluguer que compartimos con un joven que acudía al entierro de su abuela en una pequeña aldea situada en lo alto de la montaña y otra mujer, oriunda de la isla. Una vez que se alcanzamos el Mirador de Paul, todos descendimos para admirar, sobrecogidos, la impresionante vista sobre el verde valle: sus escarpadas laderas y los cultivos tropicales que que desciende desde las montañas hasta el mar. Tras el mosaico de parcelas que ofrecen un sinfín de verdes se aprecia con nitidez, mirando al horizonte, el mar y la silueta de algunas de las islas de Barlovento: Sao Nicolau y Sao Vicente.
Santo Antāo es una isla eminentemente agrícola. La tierra es fértil gracias al agua que fluye por sus canales, una auténtica obra de ingeniería hidráulica que aprovecha con destreza la verticalidad de sus terrazas de cultivo. En la isla se produce café y se cultivan frutas tropicales como mangos, papayas, plátanos así como ñame, mandioca y maíz. Los cultivos de caña de azúcar sirven para producir miel de caña y sobre todo para destilar en el “trapiche”, un alambique rudimentario y comunitario, la bebida nacional de Cabo Verde. A diferencia del resto de islas caboverdianas en Santo Antāo hay bosques de pinos, cedros y eucaliptos, lo que la convierte en la isla más verde del archipiélago.
Después de dejar a nuestro compañero de viaje en la minúscula aldea de su abuela seguimos descendiendo en la furgoneta de Manuel más de 1.500 metros hasta llegar de nuevo a nivel de mar. Llegamos a Ponta do Sol, una ciudad situada al norte de la isla. En la época colonial, la cuidad se llamaba Vila de María Pia, en honor a María Pía de Saboya, reina de Portugal. Tiene un pequeño puerto pesquero, Boca da Pistola, y un muelle histórico que data del siglo XVIII y ofrece resguardo a las embarcaciones isleñas. En él se mantiene la actividad pesquera aunque no el tráfico comercial que recae ahora en el Porto Novo. En su casco antiguo destaca el ayuntamiento, la iglesia de Nossa Senhora do Livramento y otros edificios de arquitectura colonial.
Paseamos junto al puerto y tras un pequeño paseo, decidimos parar en un restaurante situado sobre un acantilado con una agradable terraza sobre el mar: el veleiro. Tomamos un poco de pulpo y queso de la isla y probamos la Strela, la cerveza carboverdiana. Tras el tentempié tomamos la nueva carretera que bordea la costa nordeste de la isla y en la que se encuentran los dos primeros túneles viales de Cabo Verde: el túnel del Faro y el túnel de Santa Bárbara.
Hasta las cinco no zarpaba el ferry y decidimos parar en una playa cercana al puerto. Quedamos con Manuel en que nos recogiera allí a las cuatro y media. El agua estaba fría y había fuertes corrientes así que no nos animamos a darnos un baño. En la playa nos encontramos con una italiana que regentaba un chiringuito que, en aquellos momentos, estaba cerrado. La chica muy simpática se quedó un buen rato hablando en italiano con los Gianes. Yo, estaba cansada y aproveché para echar una breve siesta al sol hasta que llegó Manuel para llevarnos al puerto.
Después de hacer unas compras en la moderna estación marítima del Porto Novo, nos embarcamos. La travesía fue muy agradable y pudimos disfrutar de un maravilloso atardecer entrando en la bahía de Mindelo. Al llegar a puerto nos topamos con un insólito modo de transporte caballar: una furgoneta en cuya parte trasera, en una especie de box atado con cuerdas a los laterales del vehículo, se encajona un caballo alazán aparentemente tranquilo pese a todo. Una muestra más de que en Cabo Verde, todo es posible.
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