Crítica de libros

¿Que son aburridos los clásicos?

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Aunque seguramente es más conocido para el gran público por su faceta poética, Luis Alberto de Cuenca atesora también una larga trayectoria como autor de ensayo. Hace exactamente cuarenta años vio la luz su primer libro de prosa «Floresta española de varia caballería», un interesante híbrido entre la edición de textos caballerescos y el ensayo de homenaje personal, al que siguieron ensayos sobre mitología, historia y literatura, como «Necesidad del mito», «El héroe y sus máscaras», «Baldosas amarillas» o «Historia y poesía», que han ido reuniendo a lo largo de estas cuatro décadas lo esencial de su producción en prosa. El gusto por lo heroico y lo caballeresco, y por los mitos y los amores legendarios que muestra en ella corren parejas con los temas que más abundan en sus libros de poesía, cuya singladura se inicia también hace más de cuatro décadas y que es otra de las piezas inolvidables de una obra y una personalidad total.

Pasiones de un bibliófilo

En ella hay que incluir también, como no podía ser de otra manera, su labor de traductor y filólogo: hay que recordar que De Cuenca es experto en la traducción, la edición y el comentario de textos clásicos, medievales y posteriores, acreditada en versiones memorables de poetas antiguos, como Homero o Eurípides, o en obras medievales como el «Cantar de Valtario», que le valió el Premio Nacional de Traducción (una de entre muchas distinciones literarias). Que De Cuenca domina la escritura en sus más diversos registros, tras pasar por una completa formación filológica y una educación sentimental en la literatura culta y popular, es algo que salta a la vista desde sus ediciones de autores helenísticos y preciosistas a sus numerosos poemarios, desde sus traducciones de Cazotte, Walpole o Schwob a sus diversos ensayos –que queremos recordar especialmente aquí–, pero que también se ve en su gusto por el cómic, sus conocimientos de cinematografía y series de televisión, y su confesada bibliofilia.

La publicación de un exquisito libro con título casi biográfico, «Los caminos de la literatura» (Rialp, 2015), viene a demostrar ahora de nuevo el carácter global de su producción y de su escritura. A mi parecer, este libro culmina una tendencia en la obra en prosa de De Cuenca, caracterizada por tomar, no solamente la voz del crítico literario o del erudito, sino más bien por entreverar el discurso ensayístico con valoraciones y asociaciones sugerentes que remiten a la trayectoria de lector voraz e impenitente del autor, de amante de la palabra –que no otra cosa es el sentido de «filólogo»– y de entusiasta, en definitiva, de los héroes, las historias y las leyendas que se entrelazan hábilmente con su propia vida. En este sentido, vaya por delante que con «Los caminos de la literatura» le espera al lector una travesía apasionante que cruza con destreza las fronteras de los géneros y las épocas: de la «Ilíada» a «Macbeth» y de este al «Nibelungenlied», el «Ramayana» o los poemas de Whitman... y vuelta a empezar. Al modo de una de esas matrovskas rusas, en este caso de autores, obras y personajes, se despliega un inspirador entramado de referencias a varios niveles de lectura que pueden ser sorprendentes e inesperadas y llevarnos a un mundo que parecería, en principio, alejado de lo que podríamos creer que era la literatura llamada «seria», haciéndonos descubrir asociaciones intuitivas entre los héroes homéricos y los de la Tierra Media o Invernalia. Y es que, si hay algo que queda claro tras la lectura de «Los caminos de la literatura», es que los clásicos no tienen porqué ser aburridos, como bien sabe el propio autor (véase si no su ensayo «Libros contra el aburrimiento», de 2011). Como si fuera un canon actualizado de un ameno sabio alejandrino, a lo largo de estas páginas «hoi enkrithentes» (los «elegidos») quedan insertos en un catálogo personal e imprescindible que seduce por lo variado de los libros, lo acertado de sus descripciones y juicios, y por todo el gusto condensado en las páginas de este ensayo.

En cuatro capítulos el autor muestra bien lo que significa para él amar la literatura: en el primero, del que toma título el volumen entero, se desgranan las experiencias lectoras del autor con especial énfasis en Homero; el capítulo segundo nos propone «Veinte escalas de un viaje por la excelencia literaria», un paseo por lo más brillante de la historia literaria universal, desde los griegos a Rubén Darío; el capítulo tercero, dedicado a las bibliotecas como verdadera patria del poeta y del investigador, nos acerca al inolvidable mundo alejandrino, una biblioteca borgeana de senderos que se bifurcan; culmina el libro, en cuarto lugar, un recorrido personal por los héroes medievales más inesperados: no los de la caballería fantástica, sino personajes históricos apasionantes como Carlomagno o San Luis. Son héroes de variada condición –y con sus diversas máscaras de personaje, autor, escritor– los que subyacen tras muchos de estos «caminos». Como decía De Cuenca en «El héroe y sus máscaras» (1991), «para mí un héroe es un hombre ilustre y famoso, o el que lleva a cabo una acción heroica, o el personaje principal de cualquier obra literaria. Dentro de estas fronteras se mueven mis héroes, si es que hay fronteras capaces de contenerlos».

Apología personal

La prosa inconfundible de un poeta trasluce en cada una de las páginas de este ensayo de ensayos, toda una apología personal de la lectura de los clásicos –grecolatinos, universales, hispánicos y personales– en una travesía literaria y vital que provoca una pasión contagiosa por la literatura. «Los caminos de la literatura», en suma, es realmente un libro imprescindible para comprender la visión del hecho literario –que mezcla lo vivido con lo soñado y lo leído– que tiene De Cuenca, con todas sus máscaras, de poeta, ensayista, filólogo y traductor. Si a todo ello le sumamos un estilo accesible, de línea clara, y una atractiva ligazón entre los temas planteados, tenemos un libro sin tacha, que promete un enorme disfrute para el lector en este paseo por un sinfín de senderos literarios con el que Luis Alberto de Cuenca muestra que, por sí mismo, él ya es un clásico también.