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«Eres una inútil de mierda como tu madre, menos mal que eres guapa, de mayor serás modelo o puta»
Nada más quedar con Ana nos describe dos de los dibujos que hizo su hija mayor que se le han quedado marcados. En la mitad del folio sale ella y sus tres hijos sonriendo, en la otra está él, su “padre”, el que les atemorizaba, enfadado. En otro, sus dos hermanos van a tener un accidente en el coche que lleva él y su madre y ella están como corriendo para tratar de salvarlos. Hoy, Alba ya ha cumplido la mayoría de edad. Una infancia que fue especialmente difícil para ella. Era la que se ponía en medio cada vez que sus padres discutían. Las secuelas de esta infancia robada continúan. Pero para entenderlas hay que saber qué es lo que vivieron. Ana, nombre ficticio para respetar la identidad de esta madre al igual que la de de sus hijos, le conoció a los 18 años. Pese a los altibajos que tuvieron en la relación, se fueron a vivir juntos. “El primer golpe me lo dio cuando había nacido mi hija mayor. Él no la quería tener. De hecho lo dejamos en esa época, pero volvimos”. Su comportamiento es el que siempre describen las mujeres que han sido maltratadas. Pidió perdón, fue detallista, la mimó hasta el día que convenció a Ana. Tal es así que su maltratador no fue ni a una revisión ginecológica ni ecografía con ella. De hecho, el día que nació Alba él decidió salir a celebrarlo con un amigo. Luego fue a peor, “porque yo no tenía tanto tiempo para hacerle caso, para que tuviera perfecta la casa, su ropa, la comida”. Ana también trabajaba, pero eso no importaba. Era su “obligación”. El primer bofetón fue cuando Alba era aún un bebé. “Me dio un bofetón, me la quitó de los brazos y la tiró a la cama. Luego me empujó contra la pared y me agarró por el cuello”. Aún recuerda lo que le dijo en aquel momento: “No vales para nada”. Algo que cuando pasaron los años también le decía a su hija mayor. “Los niños cuando volvían del colegio lo primero que me preguntaban era si había llegado su padre. Estaban siempre en tensión”. Para evitar que hubiera problemas Ana les acostaba a las ocho de la tarde. No importaba la edad que tuvieran. No quería que se encarara con ellos. Ella también se metía en la cama y se hacía la dormida no sin antes haberle dejado la cena hecha. “Según cómo metía la llave en la puerta yo sabía cómo iba a venir. Si quería sexo, que yo no sé lo que sería peor, o si iba a liarla”. Ana no puede ni enumerar las veces que la levantó de la cama a gritos diciéndole que vaya mierda de cena le había hecho. Para que no se enfadara Ana también dejaba el desayuno y la ropa de los hijos preparada la noche anterior. Ella se iba a trabajar muy temprano y era Alba, que por aquella época no tendría más de 10 años, la que se encargaba de vestir y dar el desayuno a sus hermanos pequeños mientras él estaba en la cama. Cualquier excusa era buena para liarla. “Si tardaba cinco minutos en llegar a casa del trabajo volvía a las andadas”. La agresividad fue a más, especialmente cuando Alba empezó a ir a terapia. “En el colegio me preguntaron qué pasaba en casa. La niña no decía nada, pero el profesor notó que sucedía algo. Yo tampoco fui capaz de decir lo que pasaba. Me recomendó llevarla a una psicóloga”. De cara al padre solo iba la hija, pero iban las dos. “Me empecé a rebelar, pero daba igual si estaba sumisa, rebelde, pasota, siempre estaba mal”. Ana recuerda que sus hijos le preguntaban que por qué era así su padre, “yo les decía que era porque su papá estaba enfermo”. Cuando Alba cumplió 10 años empezó a enfrentarse a su padre. Se ponía en medio para evitar que gritara o pegara a su madre, “él la apartaba dándole un golpe y recuerdo que le decía “eres una puta inútil de mierda como tu madre, menos mal que eres guapa, serás modelo o puta de mayor”, ¡cómo se puede decir eso a una niña!”. En una ocasión, “la cogió, se la llevó al balcón y la asomó por la barandilla de un quinto piso. Vino mi hija mediana corriendo a decírmelo, y él riéndose y diciendo que era una broma”. Los malos tratos fueron a más hasta que una noche al llegar él del trabajo la sacó de la cama a gritos, quería que le hiciera otra cena. Eran las dos de la madrugada. “No me dio tiempo ni de salir de la habitación. Me estampó contra la pared. Salí corriendo y me metí en la habitación de los niños”. En este momento a Ana se le saltan las lágrimas: “Sé que no tenía que haberlo hecho, pero es que me sentía más segura... Entró en el dormitorio y yo salí y me fui a una habitación donde había un pestillo”. Dio igual, de un golpe entró. “Me quedé quieta. No sabía qué hacer”. Mientras, él se fue a por su arma, volvió “corriendo y me cogió la mano poniéndomela en la pistola y me la puso en la sien. ''O te matas tú o te mato yo”, me dijo”. De repente se fue. “Me quedé en shock y cuando pude moverme fui a donde estaba él y le vi descojonándose. Recuerdo que me senté en una silla y pensé esta vez no me ha matado a la próxima no lo cuento”. Sus hijos escucharon los gritos, pero “por suerte no se levantaron de la habitación”. Una amiga la llevó al Centro de Recuperación Integral de Ana Ana Pérez del Campo. Esperó un tiempo y un día, aprovechando que él se había ido a trabajar, le dije a mis hijos que cogieran un juguete porque nos íbamos de casa. Ni me preguntaron a dónde los mi pobres”. Allí su miedo era si “va a venir papá. Eso me lo decía la mayor todo el rato”. Estaba enfadada y muy triste. No podía ir a su colegio, estar con sus amigos, pero al menos aquí podía hablar con otros niños de lo que le pasaba. Los miedos volvieron cuando antes de salir del centro empezaron las visitas con el padre, pese a que Ana ya había conseguido una orden de alejamiento. Alba fue solo a la primera visita. Se negó a ir más. “Sus hermanos sí iban y ella se sentía mal porque sentía que les abandonaba”, explica esta madre que recuerda perfectamente que un día se enfadó con uno de los trabajadores sociales cuando su hijo le contó que su padre le había recogido bebido en el punto de encuentro. “No entiendo por qué le dejaron ir con él, y si les llega a pasar algo en el coche...”.La mediana dijo que no volvía a las visitas cuando “vio que su padre gritó a su nueva pareja y pegó a la hija de ésta. Y el pequeño un día dijo que no volvía más. Algo malo le debió pasar”. Entre medias, Ana tuvo que dejar a sus hijos en un centro de lunes a viernes porque no podía trabajar y cuidar de ellos ella sola. No tenía ayuda de nadie. La mayor no aguantó ni un año. “Es muy insegura y empezó a salir con gente no muy buena. Se marchaba fines de semana enteros y no me decía ni dónde iba. Estaba muy enfadada con todo y se empezó a volver como su padre. Un domingo volvió y les dijo a sus hermanos que hoy no iba a dormir nadie tal y como hacía su padre y eso con 13 o 14 años. En otra ocasión vino y dijo que se quería volver a ir. Pedí ayuda a un familiar. Ese día me dio un golpe en la nariz. Hablé con la Policía y me dijeron que lo mejor que podía hacer era denunciarla por su bien. La mandaron a un centro de menores y para mí que fue peor. Le dejaban salir y no ir al instituto. Alba volvió a casa. Fue un año muy difícil. Empezó a ir a una psicóloga de violencia de género y fue muy bien. Acabó el instituto y ahora es feliz, pero hay una parte que se te queda en la cabeza, ha normalizado la violencia de género”, dice con una enorme pena su madre. Alba ha tenido dos novios y los dos han sido como su padre. Pese a hablar con ella psicólogos y su madre no lo veía hasta que un día en el coche su ex le empezó a regañar. Su hermano iba también en el coche y le dijo “a mi hermana no la tratas así”. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba repitiendo patrones. “Tiene esa secuela. No sabe elegir que es lo que la conviene, una cosa es lo que se quiere y otra lo que es bueno o malo para una persona”. La mediana es sociable, pero “cuando ella quiere. Durante un tiempo conseguí que le pusieran un policía tutor. Tenía toda esa rabia contenida. Me llegó a decir que la había abandonado en el centro, pasaron los años y lo entendió. Creo que debe de tener secuelas, pero no cuenta nada. Tras una discusión gorda me prometió que se iba a portar bien. Ese verano lloramos, reímos, nos pedimos perdón”. El pequeño es muy nervioso, “no sé si por toda la tensión que vivió. Era tan pequeño que no sé si recuerda algo. Pero algo le pasó la última vez que vio a su padre. Tiene fobia a los sitios cerrados y es muy sensible”. “Mis hijos están bien, pero todos tienen secuelas. No saben gestionar esos sentimientos. Pobrecitos míos (vuelve a derrumbarse) qué infancia han tenido”, dice emocionada esta madre que sabe que ha hecho todo lo posible para que sus hijos estén bien.
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