Opinión
El ingenio del odio contra los débiles
“Con la aprobación de la Ley Celaá ha renunciado a reivindicar y a establecer en qué se concreta el castellano como lengua vehicular”
La tasa de paro para los jóvenes de menos de 25 años multiplica en España por 2,5 la media de la Unión Europea. Casi el 40 % de nuestros jóvenes (el 39,6 % para ser exactos) no encuentra empleo a pesar de querer trabajar. El idioma español es una de las herramientas para luchar contra esa lacra; una lengua propia de la globalización que les abre la puerta a entenderse con 580 millones de personas en el planeta. Ahora, la mayoría parlamentaria de la izquierda y los partidos nacionalistas e independentistas han alejado aún más esta ventana a un puesto de trabajo a los jóvenes que residen no sólo en Cataluña, sino también en comunidades donde el pancatalanismo ha hecho mella –Baleares y Valencia–. También en Galicia.
El odio, para ejercerlo con cruel eficacia, necesita de la ingeniería. En este caso es la ingeniería jurídica aplicada al concepto de «lengua vehicular». En los colegios catalanes es el catalán la lengua que se utiliza con carácter prácticamente único en las comunicaciones dentro del centro y con las familias y para la enseñanza de todas las asignaturas. La única excepción es la asignatura de lengua castellana. Una situación cada vez más habitual en Baleares y la Comunidad Valenciana. Con la aprobación de la Ley Celaá el Estado español ha renunciado ya no solo a establecer en qué se concreta la vehiculariedad del castellano en la enseñanza, como venía ocurriendo fruto de la inacción de los gobiernos populares y socialistas, sino incluso, y aquí se aplica la ingeniería del odio, a reivindicar este carácter vehicular. Como señala el catedrático de Derecho Rafael Arenas, esto supone dejar a las familias sin apoyatura legal en los recursos ante los tribunales para exigir que el castellano no sea excluido de la escuela. El independentismo logra así otro éxito en su camino de hacer de la lengua local un pasaporte identitario que separa a los «buenos ciudadanos» de los «malos». Pero, ¿a costa de qué?
El paro golpea con ferocidad a los menos formados, este es un resultado generalmente probado. Lo hace en una economía, como la española, donde se extiende cada vez más la bolsa de pobreza laboral que engloba a todos aquellos que pese a tener un empleo, conviven con la necesidad por su exiguo sueldo. Son los miles de compatriotas que nutren el «precariado». Entre 2009 y 2017 –últimos datos ofrecidos por el INE– el 25% de los empleados varones con menores ingresos aparecen atrapados en el entorno de los 16.000 € al año. Esta cifra baja significativamente de los 12.000 € cuando se trata de mujeres. Más aún, si ponemos el foco en el 10 % de los empleados con salarios más bajos, para esa misma «década perdida» los hombres se han de apañar con menos de 12.000 €/año y las mujeres con algo más de 7.000 €/año. Robar una herramienta como el español por cuya enseñanza pagan millones de personas en el Planeta, es un golpe sobre las espaldas de los jóvenes sin empleo, sobre los empleados con menores ingresos y, especialmente, sobre las mujeres más vulnerables. Pocas acciones tan regresivas pueden ponerse en marcha en un país como la que niega a sus ciudadanos el acceso a la educación en una lengua que hablan cerca de 600 millones de personas y subiendo. En la última década el número de hispanohablantes creció un 30% y el número de personas que lo estudian, un 70% según el último anuario del Instituto Cervantes. Sin ir más lejos y en los mismos días en los que la ingeniería del odio asestaba este golpe a los más jóvenes y vulnerables, Guinea Ecuatorial conseguía que la Unión Africana adoptase el español como idioma de trabajo. Un logro del español como idioma diplomático que no motivó ni un «tuit» ni del Ministerio de Asuntos Exteriores, ni de la Secretaría de Estado «España global», ni del Instituto Cervantes. Sólo la cuenta del Foro de Profesores se hacía eco de la noticia. La ruta para corregir esta medida abiertamente regresiva y especialmente dañina para la vida profesional de las mujeres, la expusieron con meridiana claridad cuatro asociaciones catalanas en defensa del uso del castellano. En el manifiesto que encabezaba la Asociación por una Escuela Bilingüe se propone, entre otras medidas, i) que se reconozca que el español es lengua propia de todos los españoles, sin que el reconocimiento de la oficialidad del resto de lenguas españoles prive al español de su carácter de lengua común y ii) que se lleven a cabo pruebas de evaluación comunes para toda España a fin de identificar no solamente el grado de conocimiento de las diferentes lenguas por los estudiantes, sino con el propósito de determinar el nivel de competencias adquiridos por los estudiantes en todas las materias que integran el currículum. Pero la Ley Celaá también supone otra vuelta de tuerca en la asfixia económica de la enseñanza concertada. La acción es también fruto de la ingeniería del odio, en este caso contra la religión católica habida cuenta de que la titularidad mayoritaria de los centros concertados pertenece a órdenes católicas. El vicepresidente Iglesias lo sabe bien y conocedor de las tesis de Ernesto Laclau sabe que la religión es, como el poder judicial, un elemento esencialmente conservador en un sistema democrático. Sabe dónde golpea.
La enseñanza concertada se ha movilizado al grito de «libertad» contra la Ley Celaá pero hay que recordar que en la Cataluña del referéndum ilegal del 1 de Octubre de 2017, las órdenes religiosas titulares de los centros de enseñanza concertados entregaron sin excepción las llaves al independentismo en aquellos en los que fueron requeridos. Negaron la libertad a todas las familias contrarias al secesionismo. Flaquearon en la misma tesitura en la que muchos religiosos repartidos por todo el planeta defienden con su vida la libertad de credo; también el católico.
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