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María Lejárraga, una vida de novela y olvido por reparar

Después de llevarla al teatro, Vanessa Monfort retoma la figura de la genial dramaturga riojana en «La mujer sin nombre»

La novelista y dramaturga Vanessa Monfort quedó atrapada por la historia de Lejárraga
La novelista y dramaturga Vanessa Monfort quedó atrapada por la historia de LejárragaÁngeles Torres

La llegada de la dictadura franquista en España ahondó en el olvido al que las mujeres se habían visto sometidas. La proclamación de la II República española fue un espejismo en el que los derechos femeninos se establecieron por primera vez. En las primeras elecciones democráticas se les reconoció el sufragio pasivo pero no fue hasta dos años después, en 1933, cuando sus votos empezaron a tener valor. Entre las diputadas electas figuraba una maestra riojana, María Lejárraga, esposa de uno de los autores teatrales más representados de la época, Gregorio Martínez Sierra. Ese fue el relato oficial durante décadas, hasta que la propia Lejárraga levantó la primera esquina de la mentira que habían sido sus vidas. Porque el autor que trabajó codo con codo con Manuel de Falla para componer la dramaturgia de «El amor brujo»; que fundó una revista literaria con Juan Ramón Jiménez y que escribió algunas de las obras más representadas de los inicios del siglo XX era una autora. Esa figura contradictoria, de política pionera y autora en la sombra, atrajo a la escritora y dramaturga Vanessa Monfort que la convirtió en personaje teatral en «Firmado Lejárraga», estrenada el año pasado de la mano de Centro Dramático Nacional. Para continuar con la reparación histórica escribió «La mujer sin nombre» (Plaza y Janés),«la primera novela que defiende con pruebas la autoría total de todas sus obras» y en la que afirma haber encontrado la «no tumba» de la escritora riojana, que en teoría se ubicaba en un cementerio bonaerense. Monfort indagó hasta llegar a la conclusión de que sus cenizas fueron esparcidas en el muy literario Río de la Plata. «Es un personaje que crea adicción. A ratos parece la protagonista de un thriller de época por el tema de la autoría no asumida de sus obras; luego está la María viajera, que parece una heroína de Julio Verne; o la que protagoniza ese trío amoroso con tintes shakespearianos», dice entusiasmada. En «Firmado Lejárraga», Monfort ya abordó la cuestión de la autoría única del centenar de obras que dejó, y que en principio se barajó que había escrito a medias con su entonces marido. Para ello siguió las investigaciones de Patricia O’Connor, experta en la figura de la dramaturga, que ha abordado en sus estudios los exilios interiores y exteriores que afrontó en su larga vida la excepcional autora. Sus escritos reflejan los conflictos que la atormentaron en su vida, como ese «omnipresente triángulo amoroso» del que finalmente escapó cuando el exilio se hizo físico y se instaló definitivamente en Buenos Aires en 1950, después de un periplo por Bélgica, Estados Unidos y Méjico.

En las cartas que intercambiaba con su marido –oficialmente nunca se divorciaron–, se encuentra una confesión de que él nunca escribió una sola de aquellas líneas. ¿Por qué entonces Lejárraga nunca reclamó la autoría total de sus exitosas obras? «Ella sabía que él la había estafado, pero si hacía eso podía destruir la dignidad de Gregorio y la suya», opina. «No revela nada, pero sí lucha por ello a nivel legal -–defiende–. En el exilio, cuando ya han muerto él y todos los implicados, ella se declara coautora». Monfort considera que para entender su actitud hay que atender a la cronología de unos hechos que se remontan a la juventud de ambos. Según cuenta, Lejárraga solo estaba interesada «en el acto de escribir» y aborrecía toda la farándula que rodeaba a las producciones teatrales, en las que su marido se movía con soltura. Su profesión de maestra era al inicio el sustento del matrimonio y en su contrato existía la prohibición expresa de firmar cualquier obra pública. Entre la disyuntiva de no estrenar sus obras o firmarlas a nombre de su marido y verlas arrasar en escenarios de todo el mundo –llenó teatros de Broadway, Buenos Aires o el West End londinense– escogió la segunda opción. «Ella no tenía ese afán de notoriedad del autor, disfrutaba sentándose en un palco con su amigo perfecto, Juan Ramón Jiménez, y viendo cómo se emocionaban con una obra suya en un teatro nacional lleno hasta la bandera». En esa ecuación «no contaba con la irrupción de Catalina Bárcena, que rompió su mundo, no solo su pareja, sino también su firma».Muerto Martínez Sierra, en sus memorias Lejárraga se confesó coautora y la prensa española cargó contra ella, porque añadía a su «pecado original» de ser mujer la condición de exiliada durante la dictadura de Franco.

Monfort contribuye con su novela a derribar mitos en torno a la escritora. Niega que muriera «pobre y olvidada» en Buenos Aires solo seis meses antes de cumplir cien años. Antes, a lo noventa, en 1964, «grandes intelectuales de la época le hicieron un gran homenaje», asegura, «y siempre vivió de su trabajo, luchando por conseguir la mitad de los derechos internacionales de su obra». La hija que Martínez Sierra tuvo con Bárcena quedó como heredera, se opuso a que percibiera parte del rédito de su trabajo, algo que consiguió –solo en parte– batallando legalmente. El director escénico ni siquiera la nombró en su testamento. Por toda esa peripecia, Monfort considera que «la mejor invención de María Lejárraga fue el Gregorio Martínez Sierra autor. Ese es su gran personaje». Sobre la autoría única, mantiene que «todos sus colaboradores lo sabían y hay cartas en las que se dice. Juan Ramón lo sabía, Turina... ¿cómo no iban a saberlo los músicos si escribían el libreto con ellos?». En su opinión, ella no quería atentar contra la memoria de todos a los que quiso y escogió un camino alternativo. «Declarándose coautora no destruía la memoria de Gregorio», concluye. Al final, logró, por ejemplo, cobrar los derechos en el extranjero de «El amor brujo» en el extranjero. Con Falla había escrito también «El sombrero de tres picos», llevado a escena con escenografía de Picasso. Ante las críticas de por qué nunca rompió su matrimonio legalmente, pese a sus ideas feministas, Monfort concluye que «no se quiso divorciar nunca porque era la única forma de conservar los únicos derechos que podía, como viuda». Eso explicaría también que siguiera firmando con los apellidos de él y su nombre de pila. «Lo que hace cuando muere Gregorio es fundirse con su pseudónimo», aclara porque «de otro modo hubiera supuesto tener que empezar de nuevo a los 65 años.

Con ese bagaje literario y vital, lo lógico sería que Lejárraga ocupara un lugar privilegiado en las letras españolas, pero su nombre apenas si figura en los libros de texto debido a «una tormenta perfecta de acontecimientos: la autoría oculta, el exilio al que tuvo que someterse y la censura» de la dictadura. En su reto personal de reparación histórica, Monfort se confiesa «pasmada» porque todavía siga existiendo controversia al respecto. Su forma de contribuir a la difusión de su figura fue convertir a las investigadoras Patricia O’Connor y Ada Blanco en personajes y reunir todo lo que sabía sobre la escritora. «Todo eso lo vuelco en una novela porque tiene un público más amplio que un ensayo», sabiendo que se encontraba ante «una gran historia». «Como dramaturga, mujer y como ciudadana me hubiera gustado saber que una mujer en los años 30 consiguió que sus obras se estrenaran en Broadway o que se adaptaran al cine en Hollywood».