Cargando...

Semana Santa / Miércoles Santo

El fiel de la balanza: Silencio Blanco

"La multitud contempla con admiración la grandiosidad del paso que, como un milagro, desafía la gravedad"

Paso de misterio de la Sagrada Lanzada de Sevilla La RazónLa Razón

Se ha alcanzado el cénit en ese fiel de la balanza que es nuestra Semana Mayor: el Miércoles Santo. Y dentro de él, una Hermandad con una amplia y dilatada historia, discurre en su Estación Penitencial hasta las bóvedas catedralicias que, con su imponente majestuosidad, ponen contrapunto a la grandeza del Misterio que representa la Sagrada Lanzada de Cristo.

Delante, un reguero luminiscente de cirios cobijados bajo las esbeltas capas de sus nazarenos rematados por cárdenos antifaces. Mientras, Longinos en un inútil esfuerzo retiene su montura a la sombra de la Cruz, en presencia de esa Santas Mujeres en el Monte Calvario. La Madre, parece no mirar siquiera qué ocurre a su alrededor, sólo tiene un pensamiento: ser Guía y partícipe del inmenso dolor de su Hijo, a quien su amigo y discípulo Juan se le hace incomprensible e irreal todo lo que le ofrece aquella visión.

Con el velo del Templo rasgado, sólo la luz de los cirios de esos hermanos, permite vislumbrar el camino estacional, en pos de su Cruz de Guía. La noche se ha hecho y el regreso se antoja doloroso y lejano para esos penitentes ya sea bajo sus capirotes o soportando la dura carga de las trabajaderas. La multitud contempla con admiración la grandiosidad del paso que, como un milagro, desafía la gravedad, para elevarse una y otra vez a la voz del capataz. Solo el suave abaniqueo de los faldones concede algo de brisa a esos cuerpos esforzados, al dotar a la dorada mole de un inigualable y cadencioso discurrir. Delante, gotas de sangre derramada como un reguero, salpican las desgastadas losas de una calle en donde radicara ese Hogar, cobijo de cunas de niños abandonados, mientras la Cofradía sigue su recorrido a donde espera el Apóstol Andrés. Al cabo, sus huellas son borradas por ese manto de copos de nieve que besan labios encadenando esa sierpe de sonidos de sus cornetas: Se presiente el Silencio por demás Blanco, que emerge sobre ideales albas sábanas de anónimos moisés condenados al olvido.

En ese momento, en tanto, poco a poco, se acallan los murmullos surge el milagro, Va a sonar el martillo que dará paso a ese otro Silencio Blanco. Al contemplar la escena, diríase que el corcel retrae su ímpetu a manos de su jinete, como lo hace el puntiagudo bronce de la lanza, sabedora que va a atravesar el Dulce Costado.

Nazarenos, acólitos, presentes en el sublime momento, atentos a una sola mano: la del capataz. Ha llegado la hora y cuando el sonido del martillo crepita sobre el yunque, el áureo barco se alza, provocando un estremecimiento que hace presente a Luis Ortega Bru, quien parece sostener a los ángeles que circundan la escena.

Las Marías aprietan sus manos sobre el corazón, incapaces de auxiliar al lacerante dolor de la Madre. Jesús, en tanto, extiende los brazos, atravesadas sus manos tumefactas, horadadas por los puntiagudos clavos.

Los otrora ayes lastimeros y silentes de los pequeños abandonados han dado paso a los agudos sonidos del metal exhalados por la trompetería. Pero es el Silencio el que suena, meciendo acompasadamente la formación de blancas gorras de plato, que parecen querer borrar las huellas de sangre que les preceden. En Villasís, inolvidable recuerdo colegial, se yergue el stipes, cruzado por el patibulum que conforma la Cruz, mientras la mano del Señor acaricia la sombra proyectada hacia la lejanía, en recuerdo de ese anónimo gran cofrade llamado Agapito López en su devoción al Silencio. La diestra, en tanto, dirige sus dedos en una imaginaria caricia a toda una multitud que le contempla hasta casi los confines de la Encarnación.

Suena la marcha, el paso avanza sobre los pies y en un momento el agudo clarín inicia el solo. El paso, ingrávido, detiene su andar, como suspendido por esa legión de ángeles que le sustenta, mientras las agudas notas rasgan la noche y un escalofrío recorre lo más profundo de cuantos admiran la escena. Bien paree que el Mundo se ha detenido. Ese instante marca el punto culminante del fiel de esa balanza que es la Semana más Santa.

El soplo exhalado por esos pulmones de oro es eterno o efímero en su belleza, según haga que el tiempo se detenga o haya pasado raudo como el batir fugaz de unas alas. Cuando la trianera cohorte rompe triunfal, ese imperial trono parece recobrar el tiempo y volver a la realidad, retomando su inigualable andar sobre los pies. La multitud no es del todo consciente del momento vivido y lo expresa con un batir de palmas que no es sino una reacción humana para dar rienda suelta a toda la emoción contenida.

Año tras año tras año se repite esa escena, y con ella intuimos que hemos llegado al principio del fin de este Septenario único. Hay quien mira el reloj, y comprueba que el Jueves Santo, silente, ha llegado.