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Tribuna

Mopongo

«Le conocen por varios apelativos... su Sanchidad, el jefe de la banda del Peugeot, el doctor Sánchez, el Puto Amo»

El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, durante un pleno en el Congreso de los Diputados Eduardo ParraEuropa Press

Le conocen, divino Melkart, por varios apelativos… su Sanchidad, el jefe de la banda del Peugeot, el doctor Sánchez, el Puto Amo, o el Gran Hermano de su hermano, aquel que se tocaba los címbalos en la oficina de artes escénicas («¿Y tú me lo preguntas? La oficina de artes escénicas… eres tú»).

En verdad no le faltan prendas: en el difícil arte de achacar sus propios pecados a sus enemigos es un campeón del mundo. No le frenan las reglas de la ética ni de la estética. Ni siquiera las de la lógica. Así, por ejemplo, una financiación puede ser singular y general a la vez. Acabará por derogar las leyes de la gravedad si es necesario.

Como es noble y piadoso, matrimonió con un linaje dedicado al culto de Astarté. Su hermano, como ya dije, tañe la lira, en honor de los dioses inmortales, aunque debe ser en un rito arcano e iniciático, pues el templo donde actúa nadie sabe ubicarlo.

Honra a los dioses al modo tradicional, porque periódicamente celebra holocaustos con sus ex colaboradores. No por ello sus fieles dejan de adorarle; antes bien, jalean cada cosa que dice, sin importarles que apenas unos días antes afirmara justo lo contrario (Eurasia no está en guerra con Austrasia. Eurasia nunca ha estado en guerra con Austrasia. Nunca pactaré con Bildu. ETA no es un grupo terrorista, Otegui es un hombre de paz. La amnistía es anticonstitucional. La amnistía nunca ha sido anticonstitucional. Nunca habrá cupo catalán). Un crack, que de lo único que dimite es de la realidad. No hay escándalo o cuestión arcana que él no pueda explicar con su mandíbula prieta y su mirada fulminadora. ¿De qué no es capaz un mimado de los dioses, favorito de la fortuna, cuando la vanagloria le aúpa? Como jugador, sus faroles no tienen precio, porque te miente mirándote a la cara, impasible, tratando de convencerte de que mentías tú. Y si se ve muy atrapado por la hemeroteca, da un pase largo al morlaco y dice que no ha mentido, que ha cambiado de opinión, o se saca un nuevo conflicto de la chistera.

Ante tal cúmulo de virtudes, la política se le quedó corta y creó una nueva religión: «el Sanchismo de los últimos cinco días de reflexión». ¿Cómo sorprenderse de que sus partidarios le veneren con jaculatorias, danzas y ritos extraños? La más exaltada su suma sacerdotisa, la gritona de manos ardientes, vocea desenfrenada el mantra del nuevo culto sanchista: ¡mopongo! ¡mopongo! ¡mopongo!

Así que yo también, oh Melkart, grito con ella: ¡mopongo! Porque hoy en día Sanchidad está haciendo más que nadie por recuperar las antiguas tradiciones y derrocar por fin ese obtuso régimen que inventaron griegos, copiaron romanos y empeoraron galos y otros bárbaros pueblos hiperbóreos: la democracia. En la antigua Grecia, la isonomía (la igualdad formal y material ante la ley) era un pilar fundamental de la democracia, junto con la isegoría (libertad de expresión en la asamblea) y la isocracia (igualdad de acceso a cargos públicos). Todos estos pilares están siendo corroídos por el Sanchismo.

Porque el Gran Hermano de su hermano, el soplador de gaitas, está convirtiendo el parlamento en un casinillo de floreros, donde ya no se discute ni se decide nada. Todo viene ya cocido desde la Moncloa. Así lo declaró proféticamente en su sermón de la rueda de prensa sin preguntas, cuando nos premió con la primera gran verdad del nuevo credo: si es preciso, se gobierna sin el parlamento.

Al mismo tiempo, dinamita la separación de poderes con la sencilla táctica de colocar a sus iniciados en el tribunal constitucional, y pretende ahondar en la herida cambiando caprichosamente y sin consenso de la mayoría el sistema de elección de los jueces. Todo ello sin que píen las aves togadas de su consejo de ministros (sean pájaros de afinado trino, o pájaras uniformadas).

No le tiembla el pulso, ni la conciencia, cuando hay que fulminar la isonomía, concediendo el indulto a forajidos impenitentes, que declaran sin rebozo que «lo volverán a hacer».

En cuanto a ese molesto imperio de la ley, trabaja incansablemente por sabotearlo, mandando a sus lacayos de la judicatura a inventar maniobras como la «interpretación creativa de las normas», que traducido resulta: me da igual lo que diga la ley, que yo la hago encajar como convenga a la nueva religión revelada.

Pero, sobre todo, el Gran Hermano del hermano que se va a Japón (seguramente para buscar por allí la oficina de artes escénicas) quiere saltarse esa mandanga de la redistribución de la renta. ¿Qué es eso de que los andaluces, extremeños, murcianos, castellanos, gallegos y valencianos, esos flojos y fachas, votadores a partidos equivocados, vivan de las rentas que producen nuestros descendientes culturales más directos? ¡Válgame Astarté, qué disparate! Si quieren plata que la ganen, como hacen los catalanes, lanzándose a las aventuras comerciales más arriesgadas, aunque bien es cierto que con ayuditas oficiales de bestias pardas como Franco, Primo de Rivera y todos los dictadorzuelos del XIX.

En definitiva, esta nueva religión del Sanchismo redunda en la sabia ley de que solo puede mandar uno, el elegido de los dioses, favorito de la fortuna: el Puto Amo.

Si esto sigue así, cuando gobierne la ultraderecha facha (que no tengo muy claro lo que es, porque el sambenito se lo cuelgan a todos los que no caben en el Peugeot), se va a encontrar todo hecho: podrá designar a fiscales y jueces, nombrar el tribunal constitucional, prescindir del parlamento para gobernar, interpretar las leyes como les convenga, colocar a todos sus peones en la administración, y machacar a la prensa desafecta. Es decir, por fin nos gobernará el Puto Amo de turno según su leal saber y entender, sin las absurdas interferencias inventadas por los descreídos griegos. Por eso: ¡mopongo!

Tu devoto servidor, Baalbo.