Tribuna

«¡Que todo el mundo sea rociero!»

El obispo de Huelva, Santiago Gómez Sierra, destaca "la autenticidad de la devoción de los pobres y sencillos" en la romería del Rocío

Cientos de personan visitan a la Virgen del Rocío en su ermita en la aldea almonteña de El Rocío (Huelva), este viernes
La Virgen del Rocío, junto a las camaristas y numerosos peregrinos en su Santuario de la aldea almonteñaEFE/Julián Pérez

Cuando hace treinta años San Juan Pablo II pronunció estas inesperadas palabras en la conclusión de su Visita Apostólica a la Diócesis de Huelva en El Rocío, creo que eran como una conclusión de lo que había querido expresar en su famoso discurso, cuyo eco en las marismas almonteñas aún resuena desde aquella jornada histórica del 14 de junio de 1993.

Pero, ¿qué es ser rociero? Indudablemente, para cada uno de los peregrinos que caminan hacia las plantas de la Blanca Paloma, habrá una respuesta, respuesta que nace de una experiencia profunda de amor a la Santísima Virgen, siempre iluminada por la fe. Sin embargo, para San Juan Pablo ser rociero era la expresión de ser devoto de María, por eso animaba a vibrar con la devoción mariana que él percibió en aquella visita al Santuario. O diciéndolo de otra manera, para San Juan Pablo II ser mariano y rociero van unidos al lema que inspiró su vida como cristiano, como sacerdote, obispo y Papa: «Totus tuus», «todo tuyo», María. Este año visitará el Santuario el Nuncio Apostólico en España, Monseñor Bernardito Cleopas Auza, que nos trae la presencia del Santo Padre y, con ella, nuestro deseo de crecer en comunión con el Papa, vínculo de unidad de la Iglesia Universal. Ser rociero, por tanto, debe tener una vocación universal, católica. Cuando el Papa Francisco habla de una «Iglesia en salida», ilumina el ser rociero, porque según lo estimaba San Juan Pablo II, exige un compromiso de vida eclesial. Como dijo aquella tarde de junio, en El Rocío «se conjugan ricos sentimientos humanos de amistad compartida, igualdad de trato y valor de todo lo bello que la vida encierra en el común gozo de la fiesta. Pero en las raíces profundas de este fenómeno religioso y cultural, aparecen los auténticos valores espirituales de la fe en Dios, del reconocimiento de Cristo como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, del amor y devoción a la Virgen y de la fraternidad cristiana, que nace de sabernos hijos del mismo Padre celestial». Por eso, ante lo que algunos medios de comunicación destacan a veces de la Romería, yo me quedo con la autenticidad de la devoción de los pobres y sencillos: la de los que caminan en silencio por las marismas para cumplir una promesa, o en acción de gracias; la de los que encienden un cirio que se consume en alabanza de María como expresión de esperanza y consuelo; la de los enfermos y sus familiares que acuden a Ella con confianza; la de las lenguas que vitorean a la Madre de Dios, porque de lo que abunda el corazón habla la boca. La devoción que no resiste a la gracia de Dios y lleva a los peregrinos a los confesionarios del Santuario; la que hace nacer reconciliación con los hermanos que se refuerza en la convivencia y fraternidad.

Y, como San Juan Pablo II, no me engaño ni me deslumbro, y reconozco que al Rocío «se le ha acumulado también, como vosotros decís, polvo del camino, que es necesario purificar. Es necesario, pues, que, ahondando en los fundamentos de esta devoción, seáis capaces de dar a estas raíces de fe su plenitud evangélica; esto es, que descubráis las razones profundas de la presencia de María en vuestras vidas como modelo en el peregrinar de la fe».

Es decir, que ser rociero es ser cristiano, un cristiano que camina en la Iglesia y con la Iglesia, que «sale» a buscar a otros para anunciarles el amor de Cristo manifestado en la Virgen, que, como nos ha dicho el Papa Francisco, «rezando con la Iglesia naciente se convierte en Madre de la Iglesia, acompaña a los discípulos en los primeros pasos de la Iglesia en la oración, esperando al Espíritu Santo» (Audiencia 18-XI-2020). La Virgen en Pentecostés nos impulsa a recibir al Paráclito, para que la Iglesia salga a anunciar el Reino, sin miedo al mundo, que muchas veces intenta acallar el mensaje evangélico. Como dijera el «Papa rociero»: «¡Que por María sepáis abrir de par en par vuestro corazón a Cristo, el Señor!».