
Tribuna
Misterio
«Estamos inmersos en un ruido atronador. Sonidos, textos e imágenes nos llegan a todas horas»

Misterio: todo aquello que no podemos explicar racionalmente. Nuestra historia (la personal y la colectiva) es una pugna constante por hacer retroceder sus límites y agrandar así la porción del mundo que podemos interpretar mediante nuestro discernimiento. Hoy ya no es un dios el que nos trae la luz cada mañana al surcar los cielos montado en un carro volador, sino el momento angular de nuestro planeta mientras orbita alrededor de una bola de hidrógeno que se va fusionando lentamente en helio. Igualmente, hace tiempo que dejamos de enfermar por el capricho de dioses menos benévolos que Helios o por los conjuros lanzados por brujas o chamanes, para hacerlo por efecto de la multiplicación de virus o bacterias dentro de nuestro organismo. Hasta para explicar los afectos y las pasiones humanas, tan elusivos e impredecibles casi siempre, no solemos recurrir ya a entelequias como el destino o el alma, sino que decimos que son el producto de sutiles cambios en el cóctel de neurotransmisores y hormonas que baña nuestros cuerpos. Lo fundamental del planeta está cartografiado, fotografiado y hasta hollado por miles de pies humanos (o millones, si pensamos en Venecia o Praga). Casi todo lo importante de lo que somos y nos preocupa se ha dicho ya en alguno de los millones de libros que hemos pergeñado desde que inventamos la escritura. Y prácticamente cualquier música capaz de deleitar al oído humano (o de estremecerlo, si está hecha al modo de Schönberg) se ha compuesto y ejecutado en algún momento de la historia. No podemos (ni debemos) minusvalorar, claro está, esos «casis» o esos «prácticamente todos», porque suponen que aún quedan cosas por descubrir, explicar, o interpretar. Pero el esbozo general de lo que es el universo, la vida y el propio hombre ya lo hemos trazado con el carboncillo de la razón. La cultura humana, en general, y la ciencia, en particular, han logrado, efectivamente, hacer retroceder las sombras del misterio e iluminar casi por entero la vasta sala de la realidad.
Y, sin embargo, dejó escrito Novalis, el gran demiurgo del Romanticismo alemán, que toda ciencia está llamada a convertirse en poesía después de haber sido filosofía. ¿Por qué esta aparente apelación a recorrer el camino anterior en un sentido opuesto, partiendo de lo racional para llegar a lo irracional de nuevo, abandonando el método científico para adoptar otra vez el pensamiento mágico? ¿Y no sorprende más todavía que la haga quien fue un notable erudito (experto en geología, por más señas)? Claro que también fue filósofo y poeta… A diferencia de Novalis, el hombre de hoy ve el mundo de manera radicalmente maniquea. Es reacio a los matices, alérgico a los claroscuros, insensible a la complementariedad de las múltiples visiones que cabe tener de la realidad. Está convencido de que toda pregunta solo puede tener una respuesta: la correcta. Puede darse, sin duda, una explicación científica a la mayoría de las cosas, la cual tiende asintóticamente a la verdad. Pero cuando hablamos de vindicar el misterio no nos estamos refiriendo a loar esa fracción de error que toda teoría sobre el mundo va a tener siempre necesariamente (seguir reduciéndola es lo que hace avanzar a la ciencia). Ni mucho menos entraña defender un espurio relativismo según el cual todas las interpretaciones de la realidad son igualmente lícitas (porque nunca el evolucionismo podrá estar en pie de igualdad con el creacionismo). Se trata (o así quiero interpretar las palabras de Novalis) de usar cuanto sabemos con certeza sobre el universo para potenciar en nuestro interior esa sensación, tan infrecuente hoy, de gozoso asombro, y no menos dichosa reverencia, ante la complejidad de cuanto nos rodea; pero también para alimentar ese otro sentimiento, hermano del anterior y hecho de excitación y anhelo a partes iguales, de que, al voltear una nueva piedra, mirar otra vez por el microscopio o añadir un poco más de reactivo, volveremos a encontrarnos cara a cara con lo desconocido. Renunciar a agregar esta pátina de misterio al mundo tal como nos lo desvela la ciencia es como no añadir sal a nuestros platos: seguiremos igual de nutridos, pero la experiencia de comer será menos gratificante. Del mismo modo, prescindir del misterio no nos hará menos sabios, pero nuestra vivencia de este mundo será menos intensa. Sí, se trata, justamente de eso: de embellecer con nuestra imaginación lo que nuestra razón nos ha permitido comprender.
¿Mas cómo lograr envolver de nuevo al mundo en un halo de misterio? Quizás la clave esté en la propia etimología de la palabra. Misterio deriva de un vocablo griego que significa ‘iniciado’, esto es, el que conoce aquello que la mayoría ignora. Pero dicho término contiene una raíz que hace referencia a la acción de cerrar… los ojos, desde luego (para poder ver una realidad que solo existe en nuestra mente), pero originariamente, también los labios, porque esa raíz griega deriva, en último término, de otra protoindoeuropea para el sonido que se hace con los labios cerrados, lo que explica que misterio esté emparentado con murmurar o enmudecer. Así pues, al misterio solo se llega desde la contemplación y, sobre todo, desde el silencio. Pero estamos inmersos en un ruido atronador, tanto externo, como interno. Sonidos, textos e imágenes nos llegan a todas horas desde todas partes. Dentro de nosotros anida el ansia imposible por aprehenderlo todo y experimentarlo todo, en todo momento y con todos. Un río de palabras vacías nos inunda constantemente y de nosotros mana también otro río de vana elocuencia no menos caudaloso. Quizás ha llegado realmente el momento, como escribía el poeta polaco Józef Baran, de enarbolar sobre el indescifrado enigma del mundo la blanca bandera del silencio.
*Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General de la Universidad de Sevilla
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