Jesús Fonseca
Un sistema que mata
Estamos inmersos en un sistema que mata. Unas estructuras que «descartan a millones de seres como si fueran simples objetos de usar y tirar», en palabras del Papa Francisco. Parecería que hay que cambiar el rumbo, ciertamente. Pero volvemos a lo de siempre: ¿cómo llevar a cabo esa transformación social, deseada por tantos? No tengo la respuesta. Tan solo algunos pensares para compartir con el amable lector. Difícil tarea en una sociedad rendida al individualismo posesivo, al hedonismo y el hartazgo de comprar, poseer y consumir. Un mundo que invita a la indiferencia, en el que todo es morbo y espectáculo; que normaliza la exclusión y banaliza la vida y el dolor de muchos. Todo está por hacer y todo es posible, sin duda. Jesús Sanz, profesor de Antropología Social de la Universidad Complutense de Madrid, uno de los pensadores más activos a la hora de defender, a capa y espada, que no es verdad que no exista alternativa para un mundo mejor —que sí la hay—, sostiene que esa acción transformadora depende, en gran medida, de la actitud personal de cada uno; de los gestos más cotidianos, para levantar —con la ayuda de todos—, iniciativas colectivas. Dejemos claro, para empezar, que la concepción económica dominante parte de una falsa premisa: el crecimiento ilimitado es posible: no es verdad, si para ello se siguen violentando los límites humanos y de la naturaleza. Una tendencia, además, agravada por el consumo desaforado de los recursos. Parecería que las cosas van por otro lado: tal vez si construyéramos una realidad social, laboral y ambiental más humana, una forma de vida sobria y coherente con nuestras convicciones, las cosas podrían enderezarse y avanzar hacia donde aconseja el buen sentido. «La indiferencia y la pérdida de sensibilidad constituyen el consenso pasivo que hace posible el desorden existente», advierte Díaz-Salazar. A estas alturas del paseo, está claro que los números se han distanciado de lo humano. Las personas contamos poco. Importa el billete. E importa, hasta tal punto, que se llega a considerar normal que algunos banqueros, por poner un ejemplo, cobren millones por arruinar a cientos de miles. No hace falta ser de derechas, ni de izquierdas, para comprender que hay unos valores morales que impiden a cualquier persona bien nacida tragar con estas y otras fechorías. Es difícil encontrar un orden tan desordenado éticamente, como este nuestro. Mientras casi todo esté al servicio de los mandamás de turno y no de personas con rostro, con nombre y apellidos, mal iremos. Mientras sigamos aceptando, con una complicidad cómoda y muda, que unos nos consideremos más dignos que otros, el sistema seguirá matando.
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