Asamblea de Madrid
Cifuentes o la necesidad de restaurar la verdad
El intento de relacionarse con la verdad aparece como una realidad ineludible de la vida humana. Así lo contempla Ortega: “La vida sin verdad no es vivible. De tal modo la verdad, pues, existe que es algo recíproco con el hombre. Sin hombre no hay verdad, pero, viceversa, sin verdad no hay hombre. Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente de la verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional”.
Esta verdad, comprendida como aletheia, como una relación de descubrimiento o desvelación que el hombre hace de las cosas, no la produce el discurso ético o filosófico. Aun siendo esencial, el discurso sólo pone a prueba la verdad, aclara las cosas, pero únicamente se hace comprensible cuando se lleva a cabo desde la buena voluntad, que es determinación hacia la verdad, y cuando existe la disposición a interpretar las posturas ajenas de forma benevolente.
La verdad, más allá de cualquier interés y utilidad, de un mundo que lucha codiciosamente por el poder, de una visión hedonista o de una mentalidad técnica en que se encuentra sumergida la sociedad actual, exige ser buscada y amada por sí misma. No hay bien auténtico sin la verdad. Tampoco el hombre puede ser libre si no ama la verdad. Lo que resulta profundamente pernicioso, incluso y de un modo especial en el mundo académico, es, como afirma Nussbaum en El cultivo de la humanidad, la “tendencia a descartar por completo la idea de la búsqueda de la verdad y la objetividad”. “Un alma es despojada de la verdad sólo en contra de su voluntad”, dice Marco Aurelio, citando a Platón, quien sostiene a su vez que la razón es una suave cuerda dorada, en ocasiones movida por la cuerda de hierro de la avaricia, la envidia y el miedo, pero que algunas veces prevalece, y que siempre brilla con una dignidad propia.
Mantener el último bastión del poder, el más importante feudo electoral de Madrid, declarando la guerra a los pactos antiguos de las reglas morales es lo que Mariano Rajoy se encargó de manifestar a Cristina Cifuentes, sin que la repugnante exhibición de firmas falsificadas supusiera ningún obstáculo cuando antes se hace de la mentira un recurso primordial en la gestión política y de gobierno.
Porque es notorio que las mentiras de Cifuentes son muchas: no existe Trabajo Fin de Máster; una funcionaria no puede cambiar una nota si no existe un acta de rectificación de nota firmada por el profesor responsable de la asignatura; nunca pudo presentarse al Trabajo Fin de Grado al no haber aprobado una asignatura pendiente. Aunque todavía es más denigrante la venalidad obscena de la Universidad Rey Juan Carlos, cuya imagen se encuentra muy dañada por rectores acusados de plagio y otros que salen a la palestra con indigencia intelectual con el fin de dar la cara presionados por el poder político y evitar como sea la dimisión de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Cifuentes piensa que el mundo es maleable indefinidamente por la intención humana o por una legislación perversa, como se encargara ya de mostrarnos con la ley LGTB. Pero se equivoca. El hombre que está decidiendo qué hacer no puede razonablemente cerrar sus ojos ante la estructura causal de su proyecto, no puede caracterizar sus planes ad libitum, despreciando al ciudadano al suponerlo incapaz de tolerar la verdad. Sostener que los medios que la voluntad elige para conseguir un fin no es algo importante para la valoración moral, desfigura la acción humana (no es posible querer un fin sin querer intencionalmente los medios para alcanzarlo). Enviar asesores para presionar y conseguir una inmediata rueda de prensa de la universidad o la obtención de documentos falsificados evidenciaron la intención única pero imposible de Cifuentes: permanecer como sea en el poder eligiendo el recurso de la mentira. La falta a la veracidad de Cristina Cifuentes, incapaz de aportar documentación alguna que demuestre la legalidad de su Máster pero sobrada en externalizar cualquier responsabilidad última, sólo podía terminar en una dimisión anunciada.
Pero este artículo sólo puede justificarse en un Estado salubre que venera la verdad, en una sociedad y en una cultura que no haya arrasado con realidades y costumbres milenarias, degradado la prudencia y la virtud o desacralizado por el relativismo la validez de todo orden. “Yo he descubierto una gran verdad -dice el Patriarca de Citadelle-: que los hombres habitan, y que el sentido de las cosas cambia para ellos según el orden de la mansión que los alberga”. O lo que es lo mismo: el hombre no vive en lo universal, sino que habita y razona a partir de lo concreto. Si no queremos vivir en el extrañamiento, será necesario restaurar la verdad.
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