Cultura
Santa Elena, una isla en la que confinarse y morir
Memoria del lugar en el que fue desterrado Napoleón Bonaparte tras ser derrotado en Waterloo
El próximo año se cumplirán 200 de la desaparición de uno de los militares más controvertidos de la historia europea. Alabado y aplaudido a partes iguales, muchos han querido imitarlo como modelo político, pero su final fue el propio de alguien que pensó en ser el dueño del mundo, aunque el mundo terminó por adueñarse de él. Napoleón Bonaparte cerró el último capítulo de su vida en una isla perdida entre dos continentes, en aparentemente tierra de nadie, pero de propiedad inglesa. Se trata de la isla de Santa Elena y su nombre todavía hoy evoca al hombre que fue derrotado en la batalla de Waterloo.
Para llegar hasta allí hacen falta cinco días de navegación partiendo de las costas africanas. La isla se encuentra a 1.800 kilómetro de Angola, aunque ahora está resolviendo su desconexión con el mundo gracias a la construcción de un pequeño aeropuerto que espera poder acoger a nuevos turistas. Santa Elena es hoy, como lo fue cuando tuvo a su residente más célebre, territorio británico de Ultramar. Antes fue propiedad de los portugueses que la descubrieron en 1502 de la mano de un navegante español llamado Juan de Nova, luego conocido como João da Nova, que se pasó al otro lado de la frontera para trabajar a las órdenes del rey de Portugal. Los colonizadores de Santa Elena decidieron mantener en secreto el hallazgo por su interesante posición estratégica.
En 1588, los ingleses de la mano del marino y corsario Thomas Cavendish descubrieron Santa Elena, pero no fue hasta 1645 que tuvo sus primeros habitantes conocidos: los colonos neerlandeses. Seis años más tarde, la administración del territorio fue transferida a la Compañía Británica de las Indias Orientales que se ocupó de construir los primeros edificios de la isla, convertida en lugar especialmente destinado al almacenaje de esclavos. Santa Elena fue prosperando, cambiando con el paso de los años, sin dejar de ser un enigma para muchos. Todo eso por estar demasiado lejos de la costa, demasiado olvidada para el resto del mundo. Pero las cosas cambiaron cuando llegó en 1815 quien haría de Santa Elena una de las islas más famosas de la historia.
Fue en ese año cuando los ingleses decidieron que era allí donde debía permanecer para siempre Napoleón Bonaparte. El militar francés había sido humillantemente derrotado en la batalla de Waterloo por las tropas del duque de Wellington que ponían final a ese gobierno de los cien días que se inició, ironías del destino, con Napoléon huyendo de Elba, otra isla en la que estuvo preso. Elba estaba demasiado cerca de las costas francesas e italianas y los ingleses no querían que su temido enemigo volviera a dejarlos en evidencia. Lo mejor era llevarlo hasta el fin del mundo, hasta el lugar más recóndito conocido. Santa Elena venía como anillo al dedo para ese propósito.
Napoleón pasó a ser el más famoso de los confinados. Su cárcel fue la isla. A la derrota política y militar se le sumaba la física, intentaron acabar con él tras haberse convertido en un hombre odiado, además de por los ingleses, por prusianos, austriacos, rusos y españoles. Cuando el 17 de julio de 1821 atracó el Northumberland, la nave de la Royal Navy que lo llevó hasta Santa Elena, el hombre que tuvo Europa a sus pies sabía que aquella iba a ser su última morada. Estaba condenado a morir allí. Con él estuvo un pequeño grupo de seguidores, los mismos que lo ayudaron en la redacción de su autobiografía, el denominado “Memorial de Santa Elena” donde quiso dejar constancia de su versión de la historia antes de que otros se la robaran.
Los primeros días, el que fuera emperador los pasó durmiendo en una pequeña habitación junto a un granero gracias a la buena disposición de sus propietarios, la familia de William Balcombe, un comerciante local. Su hija Betsy, al saber francés, se convirtió en una de las pocas personas de la isla con las que Napoléon pudo entablar alguna conversación. De todo ello, la joven dejaría testimonio en un interesante libro de memorias donde recoge las varias conversaciones que mantuvo con Bonaparte. Todo aquello era visto con malos ojos por el gobernador de Santa Elena que sospechaba que el preso usaba a los Balcombe como vehículo para el envío de mensajes secretos.
Muy poco después el confinado de Santa Elena fue alojado en Longwood House, la que era residencia del vicegobernador de la isla. Los ingleses admitieron que la villa no estaba preparada para alojar a tan ilustre huésped, pero no hubo mejor solución. Allí pasó su tiempo Napoleón Bonaparte. Esa fue su jaula de oro, en la que pudo escribir y jugar al billar, además de pasear por el exterior.
Seis fueron los años que el hombre que soñó con conquistar el mundo pasó en la isla hasta su muerte. El propio Napoleón sospechaba que padecía un cáncer de estómago, la misma enfermedad que acabó con la vida de su padre. Igualmente no son pocos los que sospechan que el emperador fue envenenado con arsénico por los ingleses. La especulación se sigue manteniendo hoy en día. Lo único cierto es que Napoleón Bonaparte murió el 5 de mayo de 1821, a las 17:49 horas. A su alrededor estaban junto al lecho de muerte los médicos que lo atendían y los pocos militares fieles que fueron con él hasta esa isla perdida en mitad del Océano Atlántico. Dicen que en sus últimas palabras se refirió a Francia y a Josefina, su gran amor.
A los pocos días, Napoleón, después de que se le pudiera realizar una máscara mortuoria, fue enterrado en la isla. A la fiel Betsy le legó un mechón de su cabello que la joven guardó toda su vida como un valioso tesoro. Los restos de Napoleón regresaron a Francia en 1840 como si fuera un héroe. Fue enterrado en Les Invalides en París.
Santa Elena es hoy una isla que puede visitarse, aunque no son muchos los turistas que se atreven a realizar tan largo y costoso viaje. En su mayoría son jubilados británicos curiosos por saber de las últimas aventuras napoleónicas. Por otra parte, Longwood House es la única zona de Santa Elena que en la actualidad es propiedad del gobierno francés. Es como si Napoleón hubiera logrado una victoria después de muerto, después de haber sido confinado allí.
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