Cataluña
¿Estamos creando una generación de aburridos crónicos?
Con el arranque de la desescalada, arrecian los déficits de atención en una sociedad que ha vivido sólo a través de pantallas durante siete semanas
El estoico Séneca escribió en el siglo I: “¿Cuánto tiempo esta misma cosa. Está claro que bostezaré, que dormiré después, que comeré, que tendré sed, que tendré frío, que tendré calor, acaso no hay ningún final?”. EL filósofo nunca tuvo que experimentar siete semanas de confinamiento, pero su vida parecía describir al detalle la ridícula experiencia de repetición y aburrimiento que cualquier encierro representa. Nacía así la primera idea del abrurrimiento como mal crónico.
Más tarde, en la Edad Media, los monjes enclaustrados en sus grandes monasterios hablaban del “Demonio de mediodía” para hablar del letargo y pesadez de una jornada que nunca se diferenciaba de la anterior. Esta apatía personificada era la respuesta a esta tediosa repetición. Cuando conviertes en monstruo a tus angustias al menos tienes algo con lo que distraerte. Sin embargo, el primero que sustantivó el verbo aburrir fue Charles Dickens, que en “Casa desolada”, de 1852, utilizó la palabra “boredom” (aburrimiento) para describir al personaje de Lady Dedlock. Décadas después, Tolstoi definía en “Anna Karenina” al aburrimiento como “el deseo de tener deseos”, lo mismo que utilizaría Bruce Springsteen un siglo después en su “Dancing in the dark”
Actualmente, el aburrimiento se ha convertido en una plaga tan extendida que se ha creado una Laboratorio del Aburrimiento en la Universidad de Toronto. Allí se estudia desde una perspectiva social, clínica y cognitiva. Sus científicos han acabado por definir este déficit como “el deseo de hacer algo, pero sin querer hacer nada”, o sea una contradicción ciclotímica que lleva a la parálisis y la depresión. Por tanto, no es una emoción, no es estar triste o alegre, sino un proceso cognitivo que si no se desarrolla bien puede lastrar hasta nuestra capacidad de movernos.
El aburrido no es un frustrado, ya que no intenta nada, ni un apático, ya que sí siente ganas de hacer cosas, es una incapacidad física y mental, lo que puede derivar en depresión al ver la escasa capacidad de conectar los deseos con el hecho de realizarlos. Todos nos hemos aburrido en un momento u otro, ese no es el problema. El aburrimiento en si es positivo, ya que te aisla de la sobre exposición de estímulos y te acerca a una reflexión sobre esos deseos que te sientes incapaz de realizar. Sin embargo, un aburrimiento prolongado se cronifica y entonces sí que aparecen graves riesgos para la salud y el bienestar.
¿Estamos, por tanto, creando aburridos crónicos por culpa del confinamiento, que nos ha limitado la visión de la realidad y del mundo a lo que vemos por una pantalla? El consumo de teléfono móvil se ha disparado en estas últimas semanas llegando a superar las cinco horas diarias y el 70 por ciento asegura que tiene que consultarlo cada cinco minutos o empieza a sentir ansiedad. La ansiedad es cuando el aburrimiento empieza a representarse físicamente.
Los casos de confinamiento prolongado que han derivado en aburrimiento crónico son muchos. El más claro el de Valentin Lebedev, que en 1981 pasó 211 días en el espacio y empezó a sentir depresión y abatimiento hasta el punto de no querer mirar más allá de su pantalla de datos. El aburrimiento de la repetición de tareas del astronauta derivó en una falta absoluta de encontrar sentido a las mismas, hasta el punto de quedarse encerrado en el loop, con la vista fijada en lo único inamovible, la pantalla. Así permaneció cinco meses sin mirar, después de la primera semana, a la belleza de la inmensidad del espacio.
El problema del aburrimiento crónica es que puede provocar una búsqueda desesperada de sentido, lo que hace florecer opiniones más radicales o un tribalismo exacervado. ¿Puede el confinamiento haber creado una nueva generación de aburridos que buscarán refugio en la extrema derecha o izquierda, en la violencia o el odio? La posibilidad existe. Es lo que el sociólogo Orrin Klapp bautizó en 1986 como “egoscreaming”o “chillido del ego”.
El caso es que el aburrido crónico es aquel que no soporta estar consigo mismo, sin estímulos externos que le muevan a actuar, y eso es muy peligroso. En 21014 se realizó un estudio que descubrió que el 40 por ciento de la población prefería administrarse electroshocks que quedarse solos consigo mismos. Uno de los participantes del estudio, por ejemplo, se electrocutó a sí mismo 190 veces en 15 minutos.
Lo que dejan claro estos estudios es que las nuevas tecnologías, y el móvil en particular, con la abundancia de estímulos que posibilitan, han creado una nueva defensa psicológica que ha exacerbado la sensación negativa del aburrimiento. En siete semanas, la media de tiempo de un individuo que ha pasado solo, consigo mismo, sin necesidad de dispositivos ni distracciones externas, ha estado solo en 43 minutos, y estamos hablando de personas que han estado 24 horas al día en su casa.
Es lo que se ha bautizado como “la paradoja de la elección” o el hecho que la abundancia de posibilidades no permite elegir la mejor opción, sino elegir sólo elegir, el divertimento de ver la gran cantidad de posibilidades a nuestro alcance. El hecho de que ni siquiera nos interroguemos sobre qué es lo que realmente queremos, qué será importante para nosotros, cronifica el aburrimiento y ocurre lo que ahora está pasando, la incapacidad de mirar más allá de la pantalla. Si sólo conoces el mundo por una pantalla, lo que en realidad conoces es la pantalla. Si sólo te conoces a tí mismo por lo que ves en una pantalla, es que sólo conoces una pantalla. Los aburridos crónicos son más pantalla que persona.
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