Cultura
Claudio López Lamadrid y el oficio de editar
Amigos y colaboradores del desaparecido editor lo recuerdan en el aniversario de su desaparición
Activo en las redes sociales, el día de su fallecimiento Claudio López Lamadrid se mostraba esperanzado de poder leer la nueva aventura del detective Pepe Carvalho, renacido gracias a Carlos Zanón. “Qué ganas tengo de que salga. Yo me lo pienso leer a finales de mes, en el avión, rumbo a Cartagena de Indias. Enhorabuena, don Carlos”, escribía en respuesta a un tuit del escritor Miqui Otero. Hasta el final hablando de libros y recomendando lecturas, atento a todo lo que se publicaba, a los nuevos autores y a lo que publicaban los veteranos. Un editor, como él decía, con acento en la e y que nos permitió leer literaturas de los dos lados del océano, desde Gabriel García Márquez a Eva Baltasar, trazando una línea en la que aparecen nombres como los de David Foster Wallace, James Ellroy, Rodrigo Fresán, Virginie Despentes, J. M. Coetzee, Joan Didion, César Aira, Selva Almada, Fernanda Melchor o Philip Roth.
Hoy se cumplen dos años de su inesperada desaparición. La reciente publicación de un libro de una de las personas que mejor lo conoció, “Una vocación de editor” de Ignacio Echevarría, publicado por Gris Tormenta, ayuda un poco más a fijar la huella dejada por López Lamadrid. Con Echevarría y algunas de las personas que lo conocieron y trabajaron con el editor, ha querido hablar este diario, tratando de aclarar una pregunta: ¿cuál es su legado? Es el autor de “Una vocación de editor” quien primero nos responde a esa pregunta asegurando que “el principal legado de Claudio, pienso, es su resuelta apuesta por la integración del mercado hispánico del libro. Una dirección en la que quedaba aun mucho por hacer cuando él murió. Del talento que sus continuadores demuestren para prolongar su camino, derivará la mayor o menor influencia del legado de Claudio como editor, que en cualquier caso es importante como modelo. Por supuesto que él se tomaba a si mismo como preceptor, y en eso se fundaba su aprecio al oficio de editor. Le gustaba la perspectiva tanto de saber detectar como de marcar marcar tendencias, ponerlas en circulación y, llegado el caso, potenciar unas sobre otras”.
Por su parte, Miguel Aguilar, actual responsable del sello Literatura Random House que dirigió López Lamadrid, apunta que “hay dos tipos de legado, uno más evidente, el sello LRH, el sello Caballo de Troya, el sello Reservoir Books, la colección Poesía Portátil, el “Mapa de las lenguas” que permite la circulación de libros y autores por todo el espacio del castellano. Otro, más opaco, que son todos los libros que sacó, todos los autores con que trabajó, todos aquellos que aprendimos de él. Creo que ambos legados son indiscutibles”. Luna Miguel, en su doble condición de escritora y haber sido editora invitada del sello Caballo de Troya, sostiene que “podemos hablar de un doble legado: tanto el público como el íntimo. En cuanto al público, la apuesta por la transversalidad de un catálogo: en cuanto a géneros literarios, en cuanto a generaciones y edades de lxs autorxs publicadxs, en cuanto a la procedencia geográfica de sus voces y también en cuanto a la apuesta por nuevos talentos conjugado con firmas míticas de la literatura universal. Podría parecer una suerte de “indefinición”, pero cuando leemos lo que dejó, entendemos perfectamente esta voluntad transversal y plural de su conformación de un catálogo. Y sobre la herencia íntima: él me enseñó la importancia del vínculo honesto entre editor/a y autor/a”.
Hasta ahora hemos hablado de un legado literario y en esto es clave un trabajo de editor que bebe de la tradición anglosajona, aquel que se preocupa de los mínimos detalles: desde la preparación del texto apoyando en todo momento al autor pasando por la promoción posterior del libro. De nuevo Echevarría toma la palabra y aclara que “Claudio se formó como editor de mesa, como éditor en el sentido anglosajón. Nunca perdió el gusto por la dimensión artesanal del hacer libros. Su propia trayectoria lo apartó de esas tareas, pero siempre las añoró, y hasta donde pudo veló por la dignidad material de los libros y la necesidad de cuidarlos, a ellos y a sus autores”.
Ese amor por el oficio es el que quiso también transmitir a aquellos que estuvieron a su lado. A este respecto, Miguel Aguilar recuerda que “a Claudio le gustaba rodearse de buenos colaboradores, los mejores que podía, era un gran creador de equipos. Le encantaba su trabajo y lo demostraba, eso hacía que trabajar con él fuera muy reconfortante. “Lo único que tiene un editor son sus autores”, decía. Tenía una impresionante capacidad para cambiar de opinión, y defender la nueva con la misma vehemencia con que presentaba la antigua. Le importaba mucho publicar libros buenos. Le encantaba probar cosas nuevas; le gustaba el cambio, de hecho. No sé qué aprendí ni que qué pasos seguí; sí conozco la magnitud de mi deuda”. En esta línea, Luna Miguel añade que “de él he aprendido ese cariño hacia el vínculo honesto, ese trabajo por ser tan amiga como editora de mis autorxs. Entender la voz para entender el texto, y viceversa. Creo que él era muy paternal, y yo siempre he sido muy maternal, por lo tanto lo que hizo Claudio fue ayudar a elevar esa potencia cuidadora que, creo, ha terminado por caracterizar nuestro trabajo”.
De manera involuntaria o voluntaria, según se mire, al intentar trazar este retrato del editor aparece también su dimensión más humana. El escritor Rodrigo Fresán, en declaraciones a este diario, dibuja un retrato de Claudio López Lamadrid “como un “editor de autor”, alguien que acompañaba al escritor cuando creía en él (en ocasiones más que el propio escritor). También, alguien quien jamás sacó delante mío el tema de cantidad de ejemplares vendidos y de cifras de adelantos (fue él mismo quien me insistió en que yo tuviese agente y quien me conectó con Carmen Balcells porque no le interesaba hablar de ciertos temas conmigo); y acaso lo más importante que un escritor puede encontrar en un editor: hay libros míos como “Mantra” (encargo puntual de Claudio) o el convertir a “La parte inventada” en lo que acabó siendo una trilogía (en principio no planeada) que yo jamás me hubiese atrevido a encarar sin su aprobación. En resumen: además de pasarla muy bien con él (viajamos mucho juntos y creo que lo vi mucho más en el extranjero que en Barcelona), Claudio me hizo hacer lo mejor que puede llegar a hacer un escritor: escribir más”. Fresán concluye que “es legendaria su inclinación a irse rápido de los sitios y todo eso. Pero también es cierto que, antes de irse, Claudio se preocupaba por conectarte con muchas grandes personas. No exagero si digo que buena parte de mis hoy grandes amigos y amigas de/en Barcelona me las/los presentó él. Otra forma de editar, de editarte, supongo”.
✕
Accede a tu cuenta para comentar