Historias de agosto

El último guardabosque (I)

Paisaje del mes de mayo en Tejerina, en la montaña de León
Paisaje del mes de mayo en Tejerina, en la montaña de LeónLa Razón

Tengo ochenta años ya cumplidos, soy guardabosque desde hace más de cincuenta y si volviera a empezar escogería la misma vida. Porque me paro a pensar y ha sido generosa conmigo. Ni un reparo que ponerle, como no sea a lo mejor una pizca de apartamiento y soledad. Pero es lo que tiene, o mejor dicho lo que tuvo, este oficio mío, y yo lo sabía cuando lo elegí, y no me arrepiento de haberlo escogido, pues gracias a él he tenido todo lo que un hombre necesita para estar a gusto en el mundo.

Con gran esfuerzo y mucho sacrificio, construí yo mismo la casa en la que vivo. Una casa de una sola planta, en el lugar en que estaba la caseta de las herramientas, con un pequeño jardín y un huerto aún más pequeño todavía. Y todo alrededor, el vallado de madera, un lujo que me pude permitir estando ya jubilado, cuando el pueblo empezó a crecer y el monte a disminuir y la casa pasó a ser vecina de lo que ahora llaman una urbanización. De no haber sido por eso, hubiera seguido como estuvo durante mucho tiempo, sola y aislada y confundida con el monte, que se asomaba uno a la ventana y se podían tocar las ramas de un roble, y hasta la parte trasera llegaban a veces por las noches los zorros y algún ciervo en busca de las sobras.

Y ahora me la quieren quitar, la casa, que es todo lo que tengo.

Expropiármela, eso fue lo primero que me propusieron. Desde aquel día no he vuelto a vivir tranquilo.

Cogí los papeles y se los llevé al abogado. Me lo pintó muy negro, pero que miraría a ver lo que podíamos hacer, y que ya me llamaría.

Pasaron unos meses sin tener noticia de nada ni de nadie. Hasta que una mañana me vino una carta certificada.

Volví al abogado. Una orden de expropiación forzosa, dijo, y me explicó lo que eso significaba.

Se me cortó la respiración allí mismo en el asiento, y sin esperar a más explicaciones me volví corriendo para casa.

Me había entrado tanto miedo que casi se me saltan las lágrimas cuando la encontré como la había dejado. Eché la llave a la puerta, corrí las cortinas, cerré las contraventanas y estuve así dos días sin salir, al acecho igual que un pobre animal acorralado.