Opinión

Pueblos vacíos

Un nuevo partido, España Vaciada, amenaza con revolver el mapa político nacional en las próximas elecciones

El pueblo de Tejerina en la montaña de León
El pueblo de Tejerina en la montaña de LeónLa Razón

Se llenan, o casi, sobre todo los de montaña, en los meses del buen tiempo con los que vuelven a pasar las vacaciones en la tierra que un día dejaron para marchar a la ciudad, pero asoma el invierno y ya otra vez se quedan medio vacíos y se apodera de ellos el silencio.

El silencio de las escuelas, que fue de los primeros en llegar, y con él la incertidumbre, y, en el caso de las familias con hijos en edad escolar, el pretexto definitivo para la marcha. Pocas cosas hay tan tristes como una escuela cerrada, y todas las que había en esos pueblos lo están. ¿No hay escuelas porque no hay niños, o no hay niños porque no hay escuelas? Esa fue la pregunta que algunos se hicieron, y esta otra, que apelaba directamente al sentir general y a la memoria: ¿puede haber vida en un pueblo sin voces de niños en las calles y sin aquella algarabía de gritos y carreras al salir de la escuela por las tardes?

O el de las campanas. Porque también las iglesias están cerradas. Y sin señor cura, que ya casi no quedan, y los pocos que hay no dan abasto y tiene que atender cada uno un montón de parroquias. No repican ya nunca las campanas en señal de fiesta y regocijo, ni tocan a rebato para alertar de algún incendio o cualquier otro peligro grave, ni tañen convocando a los fieles a la iglesia o llamando al vecindario para algún trabajo de utilidad común. Solo, de tarde en tarde, y si hay quien las toque, doblan tristemente por algún vecino que ha muerto lejos de donde vio la luz primera.

Y el de las tierras sin labrar y los montes y los pastos sin ganado ni pastores: el silencio del campo, que se extiende como un manto de olvido y abandono.

El silencio de las casas cerradas y de las calles por las que no pasa nadie en estos pueblos despoblados. Se han ido sus habitantes. Se fueron hace muchos años. Allá por la década de los cincuenta del siglo pasado empiezan a irse ya algunos. Y en la de los sesenta y los setenta y los ochenta siguen yéndose, y cada vez más. A las grandes capitales, Barcelona, Madrid, Bilbao... Que han encontrado una colocación, dicen al marchar. Y una casa que se cierra, y otra. Y otros niños que no irán a la escuela, y otras fincas y heredades que se quedan sin dar nada, y otra familia que lo deja todo: su vida de siempre, su tierra, sus raíces, su pasado... Se van en busca de una vida y un futuro mejor, con más comodidades (¿Qué es una vida mejor? ¿Qué son las comodidades?). Eso es lo que buscan también los que abandonan la escuela y se marchan a estudiar fuera, en internados religiosos la mayoría, con la maleta a cuestas y el convencimiento más o menos firme de que los libros les van a abrir las puertas de un porvenir más halagüeño que el del arado.

Por fortuna quedan todavía en estos pueblos algunos residentes que se resisten a emprender el camino del éxodo y que, unánimes en el clamor contra la incuria y el abandono de que han sido víctimas por parte de todas las administraciones y gobiernos, han concertado sus voces de protesta en un nuevo partido, España Vaciada (EV), inscrito el pasado 30 de septiembre en el registro del Ministerio del Interior del Gobierno, y que, según las encuestas, amenaza con revolver el mapa político nacional en las próximas elecciones.