Opinión

Molière, que está en el teatro

El peso del dramaturgo en Francia es tan grande que la Comédie-Française también se conoce comúnmente como la Maison de Molière
El peso del dramaturgo en Francia es tan grande que la Comédie-Française también se conoce comúnmente como la Maison de MolièreMignard, Nicolas [d.1668-03-20]

Se han cumplido hace pocos días los cuatrocientos años del nacimiento de Molière, seudónimo de Jean-Baptiste Poquelin, que vino al mundo en París el 15 de enero de 1622. Considerado el padre de la Comedia Francesa, fundó una compañía de teatro, de la que él fue actor –una profesión que la Iglesia conceptuaba como inmoral– y director, y con la que durante quince años recorrió en unos carromatos media Francia para ganarse la vida.

Molière es un clásico, y su teatro es el más representado en todo el mundo después del de Shakespeare, porque el mensaje de sus comedias, escritas, según él, para “hacer reír a la gente honrada”, sigue hoy tan vivo y vigente como entonces. Y lo mismo sus personajes, algunos de los cuales han alcanzado el rarísimo honor, solo a unos pocos reservado, de convertirse en arquetipos universales. Es el caso de Tartufo, el protagonista de la comedia del mismo nombre, que designa, en el diccionario de la RAE, al hombre hipócrita y falso.

Destaca en el teatro de Molière el estudio de la psicología de los personajes, la visión crítica de las costumbres de sus contemporáneos y la habilidad en el desarrollo de la acción. Y en la diana contra la que apuntan sus dardos aparecen casi siempre la beatería, la pedantería, la hipocresía, la afectación, la avaricia y, en general, las miserias y tristezas de los humanos.

Ahí es donde radica la actualidad de buena parte de sus obras, y la razón de que a su autor se le haya aupado al altar de los clásicos, que son, por eso mismo, contemporáneos, pues su legado perdura a través de los siglos y se diría que por ellos no pasa el tiempo.

Tartufo o el impostor es una sátira contra los falsos devotos y un retrato magnífico del hipócrita que alardea en público de unas ideas que están en franca contraposición con su conducta privada. O sea, en nuestros días, el embustero que pregona de puertas para fuera lo que más le conviene aunque sea aquello que en su casa aborrece, el cínico que defiende causas virtuosas en las que no cree, el farsante que se envuelve en la retórica para figurar. O dicho de otro modo, los que aparentan lo que no son y persisten en el empeño, los que hacen lo que haga falta con tal de medrar. El burgués gentilhombre fue en la época la mofa del burgués enriquecido que pretendía ser aristócrata y es hoy la burla del nuevo rico que hace ostentación de su dinero. También de la fatuidad hortera y de la ufanía de la ignorancia, que no hay cosa más atrevida, ya lo dice el dicho, y esto es lo que le pasa al pazguato de Jourdain, el protagonista, que, en su deseo de instruirse para poder codearse con los nobles aristócratas, contrata a diversos profesores. Con uno de los cuales descubre asombrado que lleva cuarenta años hablando en prosa sin saberlo: “JOURDAIN. Entonces, cuando digo: ‘Nicolasa, tráeme las zapatillas y el gorro de dormir’, ¿hablo en prosa? PROFESOR DE FILOSOFÍA. Sí, señor. JOURDAIN. Pues a fe mía que hace más de cuarenta años que me expreso en prosa sin saberlo, y os estoy agradecidísimo por habérmelo enseñado”. El enfermo imaginario es la viva estampa del hipocondriaco, tan común y familiar en esta pandemia del miedo a un virus invisible que ha ridiculizado a toda una sociedad que se creía blindada por los adelantos de la ciencia.

Molière sufrió un ataque agudo de hemoptisis durante la representación, en 1673, de su última obra, El enfermo imaginario, en la que hacía el papel de protagonista encarnando al aprensivo Argan, y murió pocos días después, a los 51 años. Por su condición de actor no podía ser enterrado en lugar sagrado, pero su viuda apeló al rey, que accedió con la condición de que el funeral se celebrara por la noche y sin cortejo ni ceremonia.