Opinión
Los que se están yendo
Ya no nos dan las estadísticas del coronavirus, ya casi no se habla de la pandemia, acuciada la actualidad por otras noticias igualmente asociadas a calamidades y empeoramientos de la vida, como la guerra de Ucrania o el alza desbocada de los precios. Pero en las pocas ocasiones en que las autoridades competentes tienen a bien informarnos de lo que pasa con el ya viejo y familiar coronavirus, las cifras que aparecen no son en modo alguno tranquilizadoras. Al menos en lo que atañe a las defunciones, que continúan siendo de tres dígitos en cada informe, lo cual, en otras circunstancias, sería motivo de alarma y sobresalto. Cerca de 600 en la última semana, y la mayoría de ellas, personas de edad avanzada, de ochenta y bastantes años para arriba. Y a buen seguro que un número considerable en residencias, el destino final no deseado por tantos.
La covid-19 se está ensañando con la generación de nuestros mayores, que jamás pensaron que iban a terminar así, indefensos ante un virus y solos en una residencia o en la habitación de un hospital. La generación de los que eran niños cuando estalló la guerra, la nuestra del 36, y conoció los años de escasez y a fuerza de sacrificio y privaciones levantó un país devastado en unos tiempos difíciles y sombríos. Gente modesta que sufrió en silencio los embates de la historia y se guio siempre por los viejos valores del esfuerzo y el trabajo, el respeto y la compasión, el temple y la paciencia, la entereza de ánimo y la rectitud de conducta.
Muchos de ellos tuvieron que conformarse con solo unos años de escuela, pero sabían juzgar y aplicar con claridad la idea de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y dudaban de lo que se obtenía sin esfuerzo y desconfiaban de los que hablaban y discurseaban y prometían.
Fueron también muchos los que se vieron forzados a emigrar para salir adelante, como entonces se decía, pero no pocos se quedaron en el pueblo, labrando las tierras y cuidando del ganado. Los primeros tuvieron la suerte de vivir donde nacieron, los segundos se vieron obligados a cambiar por completo sus usos y costumbres para no quedarse sin raíces en ningún sitio.
Algunos no tuvieron nunca vacaciones, palabra esta ajena por completo al vocabulario campesino, ni viajaron nunca por placer; como mucho, ya de mayores, se desplazaban a la ciudad donde vivían los hijos, para pasar el invierno allí encerrados en un piso, ellos que estaban acostumbrados a los anchos horizontes del campo abierto.
No se merecían este final nuestros mayores, los padres y madres de una generación que está dejando huérfana y en primera línea de salida a la de aquellos que hasta hace bien poco marcábamos aún la casilla de contribuyentes en activo y formamos ya parte del afortunado colectivo en cuyas cuentas bancarias se opera puntualmente al final de cada mes un milagro.
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