Opinión

Los que se están yendo

Los que se están yendo
Los que se están yendoEmilio MorenattiAgencia AP

Ya no nos dan las estadísticas del coronavirus, ya casi no se habla de la pandemia, acuciada la actualidad por otras noticias igualmente asociadas a calamidades y empeoramientos de la vida, como la guerra de Ucrania o el alza desbocada de los precios. Pero en las pocas ocasiones en que las autoridades competentes tienen a bien informarnos de lo que pasa con el ya viejo y familiar coronavirus, las cifras que aparecen no son en modo alguno tranquilizadoras. Al menos en lo que atañe a las defunciones, que continúan siendo de tres dígitos en cada informe, lo cual, en otras circunstancias, sería motivo de alarma y sobresalto. Cerca de 600 en la última semana, y la mayoría de ellas, personas de edad avanzada, de ochenta y bastantes años para arriba. Y a buen seguro que un número considerable en residencias, el destino final no deseado por tantos.

La covid-19 se está ensañando con la generación de nuestros mayores, que jamás pensaron que iban a terminar así, indefensos ante un virus y solos en una residencia o en la habitación de un hospital. La generación de los que eran niños cuando estalló la guerra, la nuestra del 36, y conoció los años de escasez y a fuerza de sacrificio y privaciones levantó un país devastado en unos tiempos difíciles y sombríos. Gente modesta que sufrió en silencio los embates de la historia y se guio siempre por los viejos valores del esfuerzo y el trabajo, el respeto y la compasión, el temple y la paciencia, la entereza de ánimo y la rectitud de conducta.

Muchos de ellos tuvieron que conformarse con solo unos años de escuela, pero sabían juzgar y aplicar con claridad la idea de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y dudaban de lo que se obtenía sin esfuerzo y desconfiaban de los que hablaban y discurseaban y prometían.

Fueron también muchos los que se vieron forzados a emigrar para salir adelante, como entonces se decía, pero no pocos se quedaron en el pueblo, labrando las tierras y cuidando del ganado. Los primeros tuvieron la suerte de vivir donde nacieron, los segundos se vieron obligados a cambiar por completo sus usos y costumbres para no quedarse sin raíces en ningún sitio.

Algunos no tuvieron nunca vacaciones, palabra esta ajena por completo al vocabulario campesino, ni viajaron nunca por placer; como mucho, ya de mayores, se desplazaban a la ciudad donde vivían los hijos, para pasar el invierno allí encerrados en un piso, ellos que estaban acostumbrados a los anchos horizontes del campo abierto.

No se merecían este final nuestros mayores, los padres y madres de una generación que está dejando huérfana y en primera línea de salida a la de aquellos que hasta hace bien poco marcábamos aún la casilla de contribuyentes en activo y formamos ya parte del afortunado colectivo en cuyas cuentas bancarias se opera puntualmente al final de cada mes un milagro.