Opinión
Todo está en los libros
Felizmente, los profetas de mal agüero se han equivocado y los libros no han desaparecido. Los libros, ese montón de hojas de papel que, cosidas o pegadas por uno de sus lados y encuadernadas con una cubierta en la que figuraban el título y el nombre del autor, formaban un volumen de forma rectangular fácilmente manejable, como desdeñosamente les hubiera gustado definirlos a quienes en algún momento los dieron por muertos.
Escribió Borges: “Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros”. Y habría que darle la razón. Porque los libros forman parte inseparable de nuestras vidas, y porque sin ellos no seríamos lo que somos. Desde los manuscritos antiguos y los códices medievales hasta los volúmenes salidos ya de la imprenta a partir de mediados del siglo XV, todo el saber, todo el pensamiento humano se ha recogido y transmitido gracias a ellos. La ciencia, la medicina, la historia, la filosofía… las hemos conocido y estudiado en sus páginas.
Los libros, que han sido históricamente una de las pocas salidas que tenían los menos favorecidos para subir algún escalón y escapar a su destino, de ahí el aprecio y la veneración que se les dispensaba entre las clases humildes, que los han identificado siempre, y aún hoy lo siguen haciendo, con una vida mejor: los libros abren muchas puertas, y si no tienes estudios no eres nadie, nos decían.
Y en contra de lo que algunos se atrevieron igualmente a pronosticar, ni las nuevas tecnologías ni la adicción a las pantallas que parece ser el signo de nuestro tiempo han acabado tampoco con el viejo entretenimiento de la lectura en papel, que –lo dicen los libreros y los bibliotecarios, que sí son de fiar– cuenta cada vez con más adeptos. Leer para instruirse y aprender, para ensoñar y distraerse, para conocer otros mundos y vivir otras vidas. Mundos reales o imaginarios, vidas calcadas del natural o trazadas con los hilos de la invención, lo mismo da.
Arrimarse a la lumbre de un libro para tener compañía. Y para los que andamos ya por las veredas que conducen a la vejez, qué mejor que la lectura para espantar el lobo de la soledad. Luego está el placer de releer, que un libro leído a los cincuenta años no se parece en nada al libro leído en la adolescencia o la primera juventud. Son las ventajas de la lectura, que en el caso de un servidor, que ha sido lector fervoroso desde niño, se pueden resumir en dos: he vivido más acompañado y he vivido más vidas que la propia, porque muchas horas viví pendiente de lo que les ocurría a los personajes de los libros, tan reales para mí, o más, que las personas que me rodeaban.
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