Opinión

El otro 1 de mayo

San José Obrero
San José ObreroLa Razón

Como es sabido, el 1 de mayo se instituyó como la jornada internacional del proletariado (término ya estigmatizado en la actualidad, y ‘obrero’ lleva el mismo camino), hoy conocido como Día Internacional de los Trabajadores o Día del Trabajo, en recuerdo y conmemoración de las jornadas de lucha que tuvieron lugar en mayo de 1886 en Chicago y que se saldaron con la ejecución de cinco activistas sindicales, los llamados “mártires de Chicago”. La reivindicación principal de aquel movimiento de protesta era la jornada laboral de ocho horas, que, de conseguirla, conllevaría los ansiados tres ochos: ocho horas de trabajo, ocho de sueño y ocho de educación o para la casa.

En 1955, y siguiendo una larga tradición de la Iglesia, la de superponer una festividad cristiana a una celebración popular o pagana, Pío XII bautizó el 1 de mayo como el día de san José Obrero. La iniciativa tuvo cierto éxito en la España nacional-católica de aquellos tiempos, pero se diluyó enseguida hasta desaparecer por completo.

Y así sigue llamándose el primero de mayo en el calendario litúrgico y en el santoral. Lástima que la advocación coincida con la fiesta del movimiento obrero, porque san José Obrero (o Artesano, como se le llamaba antes) bien merecía asimismo una fecha en el calendario laico. Primero, por el oficio que desempeñó, que fue el de carpintero, uno de los más nobles y antiguos, y segundo, por su idiosincrasia y talante, pues, pudiendo haberse valido de su condición de padre adoptivo –o putativo, como dicen algunos– de Jesús, prefirió en cambio ser discreto y pasar desapercibido. Apenas se habla de él en los Evangelios, como si estuviera siempre en un rincón o en segunda fila, apartado del bullicio lo mismo en los días de gloria que en los de dolor, silencioso y sin darse ninguna importancia, hasta tal punto que ni siquiera se menciona su muerte.

Hubiera sido un buen patrón de los obreros, como santo Tomás de Aquino de los estudiantes, santa Cecilia de los músicos, san Isidro de los labradores o san Martín de Tours (que partió en dos su capa de soldado para darle la mitad a un mendigo que tiritaba de frío) de los comerciantes. Y su nombre formaría parte del elenco de los más populares e invocados, que cada día son menos: san Antonio, al que se le encomendaban los animales cuando a estos se les trataba como lo que eran, indispensables para la supervivencia o fieles aliados del hombre; san Blas, a quien se recurría contra los males de garganta, lo mismo que a santa Bárbara contra el rayo y la muerte repentina, a san Cristóbal contra los accidentes de viaje o a santa Lucía contra la ceguera y los males de la vista.

Santos todos que visten luz y pisan estrellas, como dijera Góngora a propósito de san Hermenegildo, el príncipe visigodo, gobernador de la Bética, que allá por el siglo VI abjuró del arrianismo y se hizo católico.