Opinión
Nada ha cambiado
Hace solo dos años, por estas fechas, en junio de 2020, estábamos aún bajo el estado de alarma (en la fase 2 de la desescalada, ¿se acuerdan?) y, aunque las restricciones se habían relajado un poco, únicamente se podía salir a la calle en las horas determinadas al efecto, y eran obligatorios el gel hidroalcohólico y los guantes para entrar en los supermercados, y se guardaban las distancias de seguridad, y el acceso a las tiendas se hacía por riguroso turno.
Nos parecía, más bien teníamos la certeza, durante aquellos tres meses de confinamiento, que nada iba a ser igual después, y nos confabulamos casi, y nos comprometimos y nos conjuramos para que las cosas cambiaran, convencidos de que si no era así, nuestra civilización, el mundo y la vida corrían peligro. Que teníamos que preservar y cuidar la naturaleza, proteger el entorno, esa era la tácita consigna por todos compartida.
Hoy, dos años después, seguimos igual que antes y todo ha vuelto por los mismos cauces por los que discurría en los tiempos anteriores a la pandemia: los coches rugen en las calles, la contaminación envenena el aire, los adictos al ruido campan a sus anchas, el incivismo es una plaga que no cesa, proliferan las aglomeraciones festivas (botellones y demás) que dejan tras de sí un paisaje de muladar, los microplásticos que emponzoñan el mar amenazan con hacer inhabitable nuestro planeta: “hemos convertido el mar en una sopa de microplástico”, decía esta semana en el periódico un conocido biólogo y explorador, Enric Sala
Y prosigue el cainismo de los partidos políticos, incapaces de ponerse de acuerdo en nada de lo que afecta al bien general de la ciudadanía (¿para cuándo una ley de educación consensuada, que dure treinta o cuarenta años e inmunice a la enseñanza contra las ideologías partidistas?), enfrascados como están en la trifulca, el encono y la mezquindad de sus intereses electorales.
Volver a dónde, se plantea Antonio Muñoz Molina en el libro del mismo título, de lectura muy recomendable, que recoge las reflexiones y vivencias de su autor durante los largos días del confinamiento, y la respuesta está bastante clara: a lo de siempre, a la vida apresurada, al estrés nuestro de cada día, al fragor del tráfico, a la masificación turística que allá donde se aposenta deja rastro, al consumismo acostumbrado, a los comportamientos incívicos y agresivos contra el medio ambiente, a la esquilmación y el maltrato de la naturaleza.
¿Dónde están entonces nuestros buenos propósitos del confinamiento? ¿Hemos aprendido las lecciones de la pandemia? Decididamente, no. Si acaso, lo único que hemos heredado de aquellos tres meses de encierro es la propensión a guardar las distancias en nuestros hábitos diarios, una cierta parquedad en las relaciones sociales y una no disimulada incomodidad ante los contactos físicos, lo cual no está del todo mal: mejor este retraimiento que no aquel besuqueo universal e indiscriminado.
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