Memoria histórica

Cuando Dalí lloraba por Franco

El pintor nunca ocultó su adhesión por la dictadura e, incluso, apoyó las últimas ejecuciones

Salvador Dalí a principios de la década de los setenta, tiempo donde se ambienta el nuevo "biopic"
Salvador Dalí a principios de la década de los setentaAllan warren.

Salvador Dalí nunca quiso rehuir la controversia. Le gustaba demasiado. El pintor hizo suya esa máxima de Oscar Wilde según la cual “hay algo peor que ser hablado: no ser hablado”. Y eso es algo que le persigue todavía, especialmente cuando se recuerda su relación con el franquismo. Porque Dalí, el joven que se codeó con el trotskysmo y el federalismo durante su juventud, fue un franquista declarado hasta que se cambió de chaqueta tras la muerte del dictador para ser juancarlista.

Hasta el estallido de la Guerra Civil o, mejor dicho, a medida que la contienda fue avanzando, aquel que se consideraba un catalanista de pura cepa y republicano, fue dando un giro ideológico. Pese a que se ofreció para trabajar para la Generalitat republicana poniéndose al servicio del comisario Jaume Miravitlles, pese a que quiso participar en el pabellón de la Exposición Universal de París para poder exponer al lado del “Guernica” de Picasso, Dalí en 1939 ya estaba al lado de Franco. En esto influyó poderosamente el drama vivido por su familia, especialmente su hermana Anna Maria, encerrada durante días en una checa donde Salvador aseguraba que había sido torturada. En una carta a Luis Buñuel le aseguró que “metieron a mi hermana en prisión en Barcelona los rojos 20 días y la martirizaron. Se ha vuelto loca. Está en Cadaqués, le tienen que dar la comida por la fuerza y se caga en la cama. Imagínate la tragedia de mi padre que le han robado todo, tiene que vivir en una casa de huéspedes en Figueres. Naturalmente le mando dólares, se ha convertido en un fanático adorador de Franco que considera un semidios, el glorioso caudillo como dice a cada línea de sus delirantes cartas (…). El ensayo revolucionario ha sido tan desastroso que todo el mundo prefiere a Franco”.

Pese a estas líneas, Salvador Dalí y su esposa Gala decidieron “exilarse”, es un decir, a Estados Unidos para regresar finalmente en 1948, una vez que pensaron que la situación era propicia, además de haber logrado hacerse ricos en América gracias al trabajo del artista. Pese a demostrar públicamente su apoyo al régimen, este no dudó en censurar la autobiografía “Vida secreta de Salvador Dalí” que no pudo publicarse en nuestro país hasta los años ochenta.

Si Dalí quería demostrar su adhesión al régimen, debía hacerlo de la manera más ruidosa posible. Si el enemigo artístico de la dictadura era Picasso, a él no le molestaba ser la otra cara de la moneda y presentarse como el pintor del franquismo. Pero eso debía ser publicitado, faltaba más, de la manera más ruidosa posible. Y así fue al pronunciar una célebre conferencia el 11 de noviembre de 1951 en el Teatro María Guerrero de Madrid bajo el significativo título de “Picasso y yo”. El acto, organizado por el Instituto de Cultura Hispánica y dirigido personalmente por Manuel Fraga Iribarne, era toda una declaración de intenciones. Para el de Figueres, Picasso había intentado “matar la belleza del arte con su materialismo comunista”. Todos los presentes lo aplaudieron.

Debió ser por este tiempo en el que Salvador Dalí empezó a frecuentar el Palacio del Pardo, pero para preparar estas reuniones previamente se veía con el filósofo Francesc Pujols. a quien conoció durante su juventud en la tertulia del Ateneu de Barcelona. Enrique Sabater, quien fuera secretario personal del pintor durante muchos años, explicaba al autor de estas líneas que Dalí, antes de visitar a Franco, se reunía con Pujols en Martorell para preparar la entrevista. Evidentemente Franco luego no entendía nada. Se conserva la transcripción de uno de esos encuentros en los que Pujols aseguraba que “España es trágica porque todo son vírgenes que hacen milagros”. A Dalí le fascinaba escuchar de labios del filósofo que “la felicidad de la eternidad consistirá en tres cosas: incesto (espíritu fraternal); homosexualidad (del mismo sexo); adulterio (después del uno con el otro). No estar siempre sentado, como cree la gente”. En 1975, al inaugurar su Teatro-Museo de Figueres, Dalí dedicaría un monumento en memoria de Pujols con una frase del filósofo como inscripción: “El pensamiento catalán rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores”. Las autoridades franquistas del momento trataron de censurar esa sentencia, pero Dalí pudo salirse con la suya.

Los encuentros con Franco también se trasladaron al Castillo de Peralada, propiedad de la familia Mateu, encantada de hacer de intermediaria entre el dictador y el pintor, hecho del que existe abundante documentación gráfica. A Dalí le convenía mantener ese contacto, además de por su fascinación por el poder y por no ser molestado en su país, para poder poner en marcha un proyecto largamente acariciado: la construcción de su teatro-museo en Figueres para lo que tuvo luz verde en 1970. El pintor pagó varios peajes por todo esto. Uno de ellos fue el retrato al óleo de la nieta del dictador, Carmen Martínez-Bordiu, para el que contó con la ayuda de varios ayudantes, así como otros a lápiz del mismo Franco y su esposa Carmen Polo.

El 27 de agosto de 1967, Dalí viajó a Perpiñán acompañado de Gala, a quien en privado gustaba llamar “mi caudilla”. Vestido de almirante, se presentó como una versión paródica de Franco para pronunciar un discurso: su personal lectura de la estructura molecular. Ante el público, como si fuera Franco proclamó que “una polla xica, pica, pellarica, camatorta i becarica va tenir sis polls xics, pics, pellarics, camatorts i becarics. Si la polla no hagués sigut xica, pica, pellarica, camatorta i becarica, els sis polls no haguessin sigut xics, pics, pellarics, camatorts i becarics”.

Pese a parodiar a Franco, la agonía del general fue dolorosa para Dalí. En octubre de 1975, el pintor se encontraba en Nueva York y fue allí cuando se enteró que el estado de salud de Franco se agravaba. El pintor fue cada día a la catedral de Saint Patrick a rezar por la pronta recuperación, algo que hacía entre lágrimas, como le explicó Enrique Sabater, testigo de esos días, a quien esto escribe. A ello se le sumaba, siempre según recordaba esta fuente, la llamada diaria que se hacía a Zarzuela y al Pardo para tener información de primera mano de lo que estaba pasando.

El 20 de noviembre de 1975, mientras estaba en su suite sonó el teléfono. Franco estaba muerto. Dalí lloró, el mismo Dalí que unas semanas antes se había entregado por última vez a los brazos del régimen. Ese día coincidió en el bar de su hotel, el Saint Regis, con el escultor Miguel Berrocal, quien brindaba por el fallecimiento para consternación del ampurdanés.

Cuando la dictadura “dio el enterado” para las últimas ejecuciones, la agencia de noticias France Press se puso en contacto con el viejo surrealista para saber su opinión. En Madrid se acababa de celebrar el 1 de octubre de 1975 una manifestación en apoyo a Franco tras la condena internacional por los fusilamientos. Aquellas declaraciones, leídas medio siglo después, siguen impactando y uno se pregunta si Dalí no era consciente de lo que decía: “El triunfo que ha obtenido hoy, con una multitud de más de dos millones de personas aclamándole como héroe supremo de España -todo el pueblo español brindándole su apoyo-, nunca habría sido posible si no se hubieran producido estos incidentes. La hostilidad de los demás países lo ha rejuvenecido treinta años en un segundo. Franco es una persona maravillosa. (…) España es un país donde, en pocos meses, ya no habrá terrorismo. Lo que se necesita es el triple de ejecuciones. Pero, de momento, ya son suficientes”.