Opinión
Versos que no se olvidan
Y que, en la mayoría de los casos, devolverán al lector al tiempo bueno de sus años escolares
Como contribución al Día de la Poesía que se celebró el jueves pasado, comparto esta gavilla de versos, espigados en los surcos de los mejores poetas clásicos españoles. Versos que, en la mayoría de los casos, estoy seguro, devolverán al lector al tiempo bueno de sus años escolares, cuando aprender de memoria –poesías, la tabla de multiplicar, los ríos principales con sus afluentes…– era una práctica habitual en las aulas.
En la tercera estrofa de la Coplas de Jorge Manrique aparece la primera gran metáfora de la lírica castellana, convertida en proverbial imagen del tempus fugit (“el tiempo huye”), uno de los temas más recurrentes de la poesía: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, /que es el morir”. El mismo tema lo expuso así Francisco de Quevedo: “Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto; / soy un fue, y un será, y un es cansado.”
Juan Boscán contrapone la feliz mentira de los sueños a la amarga verdad de la vida: “Durmiendo, en fin, fui bienaventurado, / y es justo en la mentira ser dichoso / quien siempre en la verdad fue desdichado”.
De Garcilaso de la Vega la conocida onomatopeya (repetición de la s para imitar el sonido natural de las abejas al volar): “...en el silencio solo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba”.
Gutierre de Cetina comienza un delicado madrigal quejándose de las desdeñosas miradas de la amada: “Ojos claros, serenos, / si de un dulce mirar sois alabados, /¿por qué, si me miráis, miráis airados?”
De fray Luis de León, la primera estrofa de su Vida retirada: “¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”.
En la estrofa XV del Cántico espiritual –que comienza así: “¿Adónde te escondiste, Amado, / y me dejaste con gemido?”–, san Juan de la Cruz describe con estas imágenes la quietud interior: “la música callada, / la soledad sonora...”
De Lope de Vega, los cuatro primeros versos de un romancillo, en el que la barquilla es símbolo de una vida triste y solitaria que se acaba: “Pobre barquilla mía, / entre peñascos rota, / sin velas desvelada, / y entre las olas sola”.
Quevedo, en la Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, dirigida al conde de Olivares (epístola que, según algunos, el propio poeta dejó en un banquete bajo la servilleta del todopoderoso conde-duque, valido del rey Felipe IV), se pregunta: “¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
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