Opinión
Vuelve la censura
¿Esto es proteger a los niños o más bien escatimarles la realidad y tratarlos como si fueran tontos?
Con el pueril argumento de que todos los lectores puedan seguir disfrutando con los libros de Roald Dahl, la editorial británica Puffin Books, propiedad de Netflix, que en 2021 se hizo con los derechos de autor, ha introducido numerosos cambios en las nuevas ediciones de sus novelas y relatos infantiles. La mayoría, por lo visto y como era de esperar, atañen a la idiosincrasia de los personajes (peso, género, raza, etc.) De esta manera, y bajo la engañosa coartada de adaptar las obras a los nuevos tiempos, se han eliminado aquellos términos que pudieran resultar ofensivos o herir sensibilidades, con el resultado de que ya no habrá “gordos” ni “feos”, los “padres” y “madres” pasan a ser “familias” o “progenitores”, y las “sirvientas” se convierten en “limpiadoras”.
Estos son algunos ejemplos: en El superzorro (título con que se tradujo al castellano Fantastic Mr. Fox), los tres pequeños zorros, hijos del protagonista, ahora son hijas; Matilda, en la novela homónima, ya no lee a Rudyard Kipling sino a Jane Austen; los tres mil pigmeos africanos que trabajan como obreros en Charlie y la fábrica de chocolate ya no son “diminutos hombrecillos” sino “personas pequeñas”; la señora Twit de Los cretinos ya no será “terriblemente fea” sino “bestial”; en Las brujas, de las que Dahl decía que eran calvas y llevaban peluca, ahora se ha añadido una nota (“Hay muchos motivos por los que una mujer puede llevar peluca y no hay nada de malo en ello”), pero además ya no disimulan su condición bajo profesiones como mecanógrafas o cajeras de supermercados sino que son científicas y mujeres de negocios (y uno se pregunta qué tiene de malo ser mecanógrafa o cajera); los hombres-nube en James y el melocotón gigante se han convertido en el genérico “personas”…
Todo lo cual, y partiendo de la premisa de que los niños tienen derecho a saber cómo era el pasado, cómo se pensaba y cómo se escribía, y que nadie puede enmendar lo que un creador dejó escrito, suscita algunas preguntas. ¿No sería mejor que los niños leyeran los textos como se escribieron, y reflexionar a partir de ahí sobre los cambios y progresos que ha habido? ¿Con qué derecho se reescriben así los libros? ¿Es que a partir de ahora habrá que adaptarlos siempre a los valores y sensibilidades dominantes?
Y en otro orden de cosas, ¿esto es proteger a los niños o más bien escatimarles la realidad y tratarlos como si fueran tontos? ¿Es que no tienen criterio? ¿Es que no saben y ven que en la vida hay violencia, y personas más gordas o feas que otras? ¿Qué se gana con ocultárselo? ¿Acabarán los niños por leer libros edificantes y adaptados a la moral del momento, como antaño se hacía?
Por este camino, pronto el Cid no guerreará contra moros sino contra personas venidas del otro lado del Mediterráneo, y a Sancho habrá que recomponerle la figura y refinarle los gustos para no herir a rechonchos y comilones.
Salman Rushdie, que ha sufrido como nadie estas cosas, lo ha dicho bien claro: “Roald Dahl no era un ángel, pero esto es una censura absurda. Puffin Boks y los herederos de Dahl deberían avergonzarse”.
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