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Música

Manos que pintan el sonido

Rudolf Buchbinder al piano y Pinchas Steinberg como director del concierto homenaje al maestro Miguel Ángel Gómez Martínez en la Orquesta de Valencia

Momento del concierto en el Palau de la Música de Valencia La Razón

Las manos que se alzaron el 11 de marzo en la Sala Iturbi fueron las de Rudolf Buchbinder y Pinchas Steinberg. El concierto que la Orquesta de Valencia dedicó al maestro Miguel Ángel Gómez Martínez, fallecido el 5 de agosto de 2024 y titular del conjunto entre 1997 y 2005, conservó intacto el programa que para él se había concebido, de modo que sonó como un doble homenaje: al director desaparecido y a la propia música que tanto defendió.

Si algo caracteriza a Buchbinder (1946) es su lealtad. Desde su debut valenciano en 1991, el pianista ha vuelto casi una treintena de veces al Palau de la Música; esta misma semana, incluso, por duplicado, pues ofrecería un recital apenas dos días antes. Invariablemente aclamado, regresa con la aureola de consumado especialista beethoveniano que, pese a algunos titubeos que empañaron ocasionalmente la nitidez de la interpretación, comprensibles en un artista que roza las ocho décadas, se reveló por momentos modélica frente al concierto n.º 2 para piano y orquesta en si bemol mayor, op. 19, la que es en realidad la primera obra concertante que compuso el gran Beethoven.

El Allegro con brio inicial quedó lejos de la claridad esperada: el solista alternó pasajes unas veces nítidos y otras algo confusos. Por su parte, Steinberg (1945), invitado habitual de la Orquesta de València, logró, no sin esfuerzo, mantener a la agrupación en su sitio con sobriedad, consciente de que en esta partitura la elegancia clásica importa tanto como el ímpetu romántico. El Adagio ganó en aliento; en el breve recitativo para piano solo, el tiempo pareció quedar en suspenso y el pianista se mostraría mucho más cómodo. El Rondo final destiló chispa sin alardes, con sus toques alla zingara planteados con picardía y nunca caricaturescos. El público, en una sala casi llena, respondió con una larga ovación que el solista agradeció con Soirée de Vienne, op. 56 de Alfred Grünfeld, transcripción del famoso vals de El murciélago, de Johann Strauss II.

Tras el descanso, Cuadros de una exposición de Músorgski, en la orquestación de Ravel, confirmó el buen momento de la formación valenciana. Steinberg potenció el carácter pictórico de cada número: destacó el saxofón en El viejo castillo, cargado de no poca melancolía crepuscular; y las trompetas mordieron con ironía en El mercado de Limoges. Pero fue en La gran puerta de Kiev donde el sentido del tributo cobró pleno significado: metales desplegados, percusión rotunda y un órgano virtual formado por las maderas configuraron un final apoteósico, una puerta abierta no solo a la capital ucraniana sino, sobre todo, a la memoria de Gómez Martínez.

A lo largo de la velada, transformada en pinacoteca, Steinberg mostró su capacidad de guiar sin imponerse: dirigió como un pintor que deja respirar el pigmento, y esa gestualidad halló eco en una cuerda tersa y en unas maderas de timbre esmaltado. Con una trayectoria que lo ha llevado a dirigir a las más prestigiosas orquestas, el director demostró por qué sigue siendo solicitado: combina autoridad natural con claridad analítica.

En definitiva, en este concierto y homenaje póstumo a Gómez Martínez no hubo exhibicionismo gratuito: hubo, en cambio, atención al detalle y respeto por las texturas, cual labor paciente de un artista en su taller. No faltó, además, un subtexto de gratitud: a quien sostuvo la batuta de la Orquesta de València durante casi una década y a esos intérpretes que, como Buchbinder, vuelven una y otra vez para recordarnos que la música es, al igual que la pintura, un oficio que se pule con el tiempo y la experiencia.

Aquellas manos que pintan el sonido siguen dibujando matices, quizá con pinceladas menos refinadas, pero con la misma vivacidad interior. Ese, al fin, es el secreto: cuando los dedos sobre el teclado y las manos que empuñan la batuta transmutan notas en imágenes, el concierto trasciende la mera ejecución y se convierte en experiencia estética. Por eso la audiencia abandonó la Sala Iturbi con la sensación de haber asistido a algo singular: un ejercicio de memoria, gratitud y, sobre todo, de música viva.