Negro sobre blanco

El 13 de junio de 1932, con Fernando de los Ríos como ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, un decreto regulaba que cualquier municipio que no dispusiera de una biblioteca podía solicitarla y la administración estaba obligada a procurarla. Los mínimos indispensables eran un horario de cuatro horas al día y el personal necesario para atender el local. Y de bienvenida, un lote inaugural que dependía de los habitantes del municipio. Mucho ha llovido, nevado y tronado desde entonces, pero lo cierto es que nuestro país, pese al descenso progresivo del índice de lectura y de la compra de libros, tiene una nutrida red de bibliotecas públicas de todos los tamaños y calidades. Pese a que entre 2016 y 2018 el número descendió un 2,7%, en este momento aún contamos con 6.458 centros de préstamo dependientes del Estado, que dan servicio a 21,83 millones de personas inscritas (también un 2% menos que en 2016), según la Estadística de Bibliotecas que acaba de publicar el INE.

Además del evidente fomento de la letra escrita, estas bibliotecas actúan también como pequeños centros culturales de barrio en torno a los cuales se organiza la vida artística local. Además, son buenos lugares donde esconderse a leer los periódicos del día, curiosear entre sus baldas de libros y respirar paz y silencio a resguardo del estrés de la calle. Si no fuera por estos pequeños oasis, más de uno habría tenido serias dificultades para acabar la carrera o aprobar el bachillerato.

Pero como hay que renovarse o morir, o eso dicen, las librerías públicas están incrementando a marchas forzadas el volumen de documentos electrónicos. Respecto a 2016, se ha aumentado un 21,3% el fondo de libros digitales, hasta alcanzar el 6,7% del volumen total del material. Es evidente que este crecimiento va a ser exponencial aunque no tiene por qué relegar al papel. En 2018, 77,6 millones de documentos fueron tomados prestados por ávidos lectores, un volumen muy considerable que invita a la esperanza.