Días de vino, rosas y destrucción
Marcial Álvarez y Cristina Charro se convierten en la pareja de un montaje dirigido por José Luiz Sáiz en el que los protagonistas intentarán cumplir el sueño americano sin destruirse a sí mismos
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Cuenta José Luis Sáiz que le apetecía hablar de amor. Pero no de una relación cualquiera, no de una historia que contara las vidas de dos personajes que se quieren, son felices, comen perdices y demás. Buscaba profundidad. Abrir la puerta y, detrás de ella, encontrar todo un campo que recorrer. «Ver cómo nos transforma ese amor», reconoce el director. Con esas premisas se fijó en «Días de vino y rosas» (1962), «una película que claro que vi en su día, pero a la que no he querido volver» para, ya saben, no caer en repeticiones, plagios y tópicos: «Para no estar predispuesto».
Sáiz, apoyado en el texto de David Serrano –adaptador de la versión teatral de Owen McCafferty, que, a su vez, bebió del original de JP Miller–, quería hacer su propia obra: «Lo bueno que consiguió el teatro con esta pieza es centrar la trama en la relación de los dos personajes. Todo se vuelve más claustrofóbico por ese amor caníbal y por el alcohol, cosas que ya aparecen en la primera versión». El nuevo montaje pretende «quitarse la literatura de encima para ir muy a la esencia». ¿Qué significa realmente el amor que existe entre Sandra y Luis? «Romántico, por un lado, pero terrible, por el otro, se puede convertir en tu peor enemigo», continúa el director consciente de las contradicciones del querer: «Por eso hemos jugado con algunos puntos de humor de la comedia romántica y con la crudeza de otros momentos», explica.
El problema de esa aspereza, para Marcial Álvarez (Luis, en la función que, primero, ocupará Canal y, luego, Luchana), es «que nos han enseñado a amar mal. Nos han hecho dependientes del otro, hasta quedar absorbidos. El amor puro debería ser desinteresado, y no posesivo. Hay parejas que, sin sentido alguno, necesitan tensión, adrenalina, celos», cuenta el actor haciendo bueno eso de «más vale solo que mal acompañado», puntualiza de las parejas que denomina «drogodependientes».
Flechazo en Barajas
Pero no todo va a ser oscuridad. Toda relación comienza con un flechazo, con un sentimiento de plenitud que Sandra, interpretada por Cristina Charro, y Luis tienen en el aeropuerto de Barajas. Allí se conocerán estos dos madrileños rumbo a Nueva York, rumbo a hacer las Américas, rumbo al gran sueño americano. «Todas las posibilidades quedan abiertas. Podría ser una bonita historia de amor, que lo es, pero no siempre se llega libre de equipaje, a veces ya existe y es autodestructivo», comenta Sáiz.
Él, un «chico simpático», en palabras del director. «Un emigrante que va a Estados Unidos con la presión de que todo tiene que salir bien, es una necesidad porque no hay otra oportunidad», reconoce el director. «Un tipo enganchado al trabajo hasta el punto de robarle la libertad», puntualiza Álvarez. Ella es el prototipo de una mujer, aparentemente, desenvuelta y muy segura de sí misma: «Como esas que nos cruzamos en el metro que van impecables, una ejecutiva, pero lo que Sandra esconde realmente es una búsqueda de sí misma. De ahí su viaje a Nueva York, adonde va a ser feliz. Pero también vemos en ella la fragilidad y la ingenuidad».
Juntos viajarán y se quedarán en la Gran Manzana, donde brindarán por lo que tienen: «Contigo hasta el fin del mundo», dice Sandra antes de conocer que lo que tiene ante ella no va a ser un camino fácil. La adicción al alcohol comenzará a coger peso a medida que avanza la función hasta nublar cualquier perspectiva conjunta y «afrontarlo es la única escapatoria», presenta Sáiz. Álvarez y Charro interpretan a dos personajes que pueden resultar familiares porque recuerdan a ilusiones y flaquezas propias de cada espectador, a esas adicciones que, habla el director, «nos engañan y nos hacer decir “yo no estoy enganchado, mira, llevo tres meses sin tocarlo”».
«Días de vino y rosas» aborda el intento, por parte de Luis y Sandra, de formar una familia, de sobrevivir en el día a día y de buscar ayudas externas para sentirse capaces de llegar a todo. «Cuando salen estas adicciones a escena vemos la magnitud del drama –apunta Sáiz–. Lo que me pareció muy interesante del texto es comprobar eso de que no nos damos cuenta de cómo entran los vicios en nosotros. Y es ahí cuando se pronuncia eso de “puedo dejarlo cuando quiera”». Sandra y Luis se exponen delante del público para realizar, en palabras del director, un «striptease» familiar: «No es un amor mucho más tóxico que otros, lo que pasa es que asistimos a la intimidad de una pareja». A partir de aquí, Sáiz entiende que JP Miller quiso hablar de la problemática social de finales de los años 50: «Es una crítica al capitalismo, esa especie de monstruo que nos empuja a la acción continua, que ni te deja entender lo que vives ni da espacio a la reflexión».