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La «música» del cólera de la que escribió Galdós

El escritor vivió de primera mano dos de las epidemias que asolaron España durante el siglo XIX. Solo en la de 1885 murieron más de 120.000 personas en 133 días. De todo lo que pasó en la capital dejó constancia por escrito
La Razón

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El virus asolaba España. La Prensa lo había bautizado como «el huésped del Ganges» porque llegó de la India. Lo habían portado viajeros y comerciantes. Medio mundo moría en aquel año 1885 por aquella nueva pandemia de cólera, desde Oriente hasta el Atlántico. No era igual que la que había diezmado la población veinte años antes. Tampoco la sociedad era la misma. Ya no se oía en España que era una maldición divina por haber reconocido al reino de Italia, unificado sobre los restos de los Estados Pontificios. Sin embargo, sí circulaban teorías darwinistas: era una medida de la Naturaleza para eliminar a los más débiles.
Aquel año 1885, el ministro de la Gobernación, Romero Robledo, se limitó a ordenar cuarentenas para contener el cólera. Cerró ciudades y comercios, y se encomendó al tiempo y al fomento de la higiene. El miedo y la ira, la superstición y la negligencia, ofrecían a un genio como Benito Pérez Galdós material suficiente para retratar a la sociedad española. No había vivido la primera epidemia de cólera, la de 1834 y 1835, que se saldó con el triste episodio del asesinato de frailes en Madrid, y que el escritor canario reflejó en su obra «Un faccioso más y algunos frailes menos» de 1879, seis años antes de pandemia del «huésped del Ganges».

Sonidos de un susto

Sin embargo, Galdós sí vivió en Madrid la que asoló la capital en 1865, y luego la que tuvo lugar veinte años después, por eso dijo que «sería un gran consuelo para la Humanidad si la historia no nos enseñase que tras el acabamiento de una peste viene la aparición de otra». Respecto a la primera, Galdós quiso dejar su impronta. Se inspiró en los sonidos de un Madrid asustado para su cuento «Una industria que vive de la muerte; episodio musical del cólera», publicado en La Nación en diciembre de 1865. Es la historia de un fabricante de ataúdes, y del sonido que hacía al martillear clavos. El hombre se enriquecía a costa de la epidemia. Al extinguirse el cólera, el fabricante se lamentaba. Mientras construía el último ataúd, el más lujoso, su «obra maestra», sintió fiebre, náuseas, frío y mareos. Cayó desplomado. «El horrible martillo calló» para siempre. «¿Qué ha pasado?», preguntó un curioso. «Nada de particular. Le ha dado el cólera al fabricante de ataúdes», contestó otro. El industrioso fue depositado en su «obra maestra». El féretro cruzó el barrio, y el pueblo exclamaba alegre: «Ahí va el último caso». «Aquel hombre era la personificación del cólera –escribió Galdós–, y el cólera había muerto. Justo era que los vivos se alegraran».
Cuando llegó la segunda oleada, el canario tenía 43 años. Estaba en el esplendor de su carrera, y escribió un monumental testimonio de la epidemia con el título «Cronicón (1883-1886)». La epidemia causaba una «psicosis generalizada de miedo», escribía, llevando la memoria del pueblo a la peste medieval. La gente creía que el virus entraba «con el aire, con el sol y con el polvo de la calle». «No como –decía un personaje galdosiano–, por miedo a que entre en mi cuerpo con la comida». El pánico llevaba a los desesperados a escuchar a los charlatanes y curanderos que anunciaban remedios milagrosos que acabarían con el «microbio» en «menos que canta un gallo». Tampoco la ciencia médica se aclaraba. Un alemán, el doctor Koch, que había estudiado el cólera en Alejandría e India, recomendaba desinfectantes, lo que era criticado por un francés, el doctor Pasteur. Una eminencia «cuyo nombre no recuerdo», decía Galdós, aseguraba que el cólera era un «incalculable beneficio» porque descargaba a la Humanidad de los «individuos débiles y raquíticos, y de los ancianos y valetudinarios».
En España los debates científicos eran interminables. El doctor Letamendi, reputado profesor del Colegio de Medicina de San Carlos, dijo, tras muchos experimentos, que no había manera de acabar con el virus. Sin embargo, el doctor Olavide, del Hospital San Juan de Dios, concluía que con sus «sustancias diversas», el azafrán entre ellas, los virus «a los cinco minutos, todos muertos». En medio de tal incertidumbre, «lo mejor es que no venga por acá», sentenciaba el canario. Pero el virus llegó.
Lamentablemente, como muchos han hecho en estas fechas, «el tema de los microbios fue una mina muy socorrida de chistes y agudezas». Incluso se estrenó a finales de 1884 una pieza teatral titulada «Medidas sanitarias» donde se reían de las precauciones sanitarias, las fumigaciones y el cierre de fronteras. Así fue hasta que la gente empezó a morir.
Las risas terminaron y el Ministerio de la Gobernación con su Consejo de Sanidad inició su plan de cuarentenas, cordones sanitarios en las localidades más afectadas y la proliferación de lazaretos, que eran establecimientos para aislar a los infectados. Galdós se espantaba ante las «cosas más peregrinas y estrambóticas» en materia sanitaria. En los lazaretos se cometían «verdaderas crueldades», y en otros lugares fumigaban de tal suerte que «al que le toca se axfisia sin remedio o coge una bronquitis crónica». Era un desastre sin paliativos por culpa de la imprevisión del Gobierno.
Le salió entonces al cólera «un enemigo encarnizado: el doctor Ferrán», escribía Galdós, «el sabio de Tortosa». Encontró la vacuna y fue llamado a Valencia, donde la inyectó a la población de Alcira. El resultado fue tan positivo que acudió gente de todo el país. Puso 50.000 vacunas. Sin embargo, el Gobierno pidió un informe científico que despreció el hallazgo. Lo mismo hizo la delegación francesa. Incluso el joven Ramón y Cajal escribió a Ferrán diciendo que su experimento no funcionaba, y se sumó a la lista de detractores de su vacuna.
La historia de Jaime Ferrán es la de un médico que estudió en la Universidad de Barcelona, y que desarrolló sus investigados por su cuenta. Estudió el virus en Marsella y Tolón, donde hizo cultivos, lo probó en animales, y, tanta fe tenía en su descubrimiento que se lo «inoculó a sí mismo». También lo hicieron sus discípulos y admiradores, y quedaron inmunes.
En junio de 1885 el Gobierno aún negaba la importancia del cólera, y aseguraba que no había llegado a Madrid, en una ciudad donde «se padece sin ruido, se muere sin ruido: se cura en silencio». Galdós decía entonces que el Ejecutivo quitaba importancia a la epidemia, disimulaba su gravedad y ocultaba el número de casos solo por política.
Cuando estalló en junio de 1885, escribía Galdós, ocurrió todo lo contrario: «Tiene el Gobierno a gala el meter miedo, y sin duda obtiene no sé qué oscuras y misteriosas ventajas de la zozobra en que viven los madrileños». El gobernador Fernández Villaverde ordenó el cierre de todos los establecimientos de Madrid, que dio «a la corte un aspecto de tristeza y desolación», contrario al espíritu de la ciudad, que generó un «hondísimo trastorno» y una protesta furibunda de los comerciantes, que acabaron por doblegar la decisión gubernamental. A esto, el Gobierno se negó a que Alfonso XII viajará a Murcia a consolar a las familias, y organizó una expedición llevando comida del famoso restaurante Lhardy. Aquello fue el colmo de la negligencia y la contradicción. La Prensa no calló, y la oposición tampoco. La «medicina política», como la bautizó Letamendi, era un fracaso, y la parálisis económica anunciaba una grave crisis.
Romero Robledo, impotente, dimitió el 13 de julio. Su sucesor, Fernández Villaverde, cambió de política sanitaria, empezó la vacunación y cerró los lazaretos, que en realidad eran edificios vacíos donde los alcaldes encerraban a los infectados, «donde no hay camas –escribía Galdós– ni alimento».

El pueblo en los balcones

Mientras, en Aranjuez, el «huésped del Ganges» hacía estragos. «Una mañanita» del mes de julio, Alfonso XII salió a escondidas de Palacio en dirección a la localidad madrileña a consolar a la gente. Dejó dos cartas: una para la Reina y otra para Cánovas, presidente del Gobierno. A su vuelta a Madrid, el pueblo salió a la calle y a los balcones a vitorearle, pero las muertes continuaban.
Galdós, emocionado, escribía que la lectura de la prensa esos días era amarga. Estaba indignado porque el Gobierno no bajara los impuestos «cuando la carestía es más sensible que en época alguna». Era absurdo, sostenía, que el Gobierno «acapare los recursos» de los Ayuntamientos cuando estos lo necesitan para «las más urgentes atenciones sanitarias». «Su desatentada gestión –concluía– produce motines diarios». La vacuna de Jaime Ferrán funcionó, y el tiempo hizo el resto. El «huésped del Ganges» mató en 1885, en los 133 día que duró la epidemia, a 120.245 personas. Pero todo acaba pasando. Y como escribió Galdós veinte años antes, el cielo se despeja, «los pájaros vuelven y los niños nacen. Estamos en plena vida: ya podemos amar, odiar, pensar, sentir, en una palabra, vivimos».

Un virus que se puso de moda: 800.000 fallecidos

En la historia de la España del siglo XIX no se puede obviar una enfermedad que acompañó a sus habitantes de principio a fin. Se estima que las cifras ascendieron hasta los 800.000 fallecidos, repartidos en cuatro brotes de cólera (1833, 1854, 1865 y 1885). Situaciones que no se repetirían en la Península hasta un siglo después, cuando en la década de los 70 se volverían a encontrar varios episodios.