Los Grimm, por fin sin censuras
A comienzos del XIX los hermanos Grimm, grandes estudiosos del folklore, se pusieron a compilar, de fuentes diversas, las teselas de la narrativa popular que se contaba en las casas de toda condición. Desde entonces nació el interés por desentrañar los viejos esquemas narrativos, tan conocidos de todos, y surgieron paralelos en diversas latitudes. Se descubrió un lenguaje tan universal como el de la mitología y una suerte de protonarración, al modo en que los indoeuropeístas querían por entonces desvelar las raíces de las lenguas comparadas. Algo más tarde, al acabar el siglo, se aunarían estos estudios al descubrimiento de otro gran lenguaje común, el de los sueños.
Tras Perrault, y con más base filológica, los Grimm fueron pioneros en la sistematización de ese gran legado inmemorial, que sigue esquemas parecidos en Alemania, Rusia, América o las diversas tradiciones asiáticas en torno a un cúmulo de esquemas básicos del héroe maravilloso, que desde entonces han sido analizados con enorme interés, como prueban la morfología de Propp o el monomito heroico de Campbell. Se desvelaban los rígidos patrones de la narrativa quizá más antigua y primordial, la que más profundamente refleja los propios orígenes de la humanidad, su sociedad, sus ritos, miedos y desafíos.
Los cuentos de los Grimm, lejos de ser solo cuentos para niños, poseen una potencia evocadora tremenda que habla de épocas pretéritas y de un saber condensado en lecciones duras e inolvidables y personajes arquetípicos a los que conviene volver a menudo. Son narraciones patrimoniales que otorgan una suerte de aprendizaje primitivo, como vio Bettelheim, en paralelo a la pedagogía del mito, esas historias de la tribu que también proporcionan un aprendizaje certero, y a la del sueño, que exploraron Freud y Jung.
Sin adornos
La primera edición de los cuentos, quizá la más brutal por estar desprovista de todo adorno burgués o edulcoración literaria, se publicó en 1812, con 86 historias. Fue pronto seguida de una serie imparable de ediciones que retocaron el material original hasta mediado aquel siglo. Pero ahora, gracias al trabajo de edición, traducción y comentario de la germanista Helena Cortés y merced a los buenos oficios de La Oficina, se recuperan en español estos relatos maravillosos en versión primigenia. Conviene tenerlos siempre a mano –como nunca se habían contado, sí, al menos en español– porque, desprovistos de adornos que entorpezcan el acceso al lenguaje de la narrativa popular, resultan tan poderosos, inquietantes y evocadores como un sueño. No se los pierdan.
David Hernández de la Fuente